
- Buscar, en este país, se ha vuelto una forma de resistencia peligrosa; una lucha que arriesga la vida para ganar apenas unas migas de verdad.
La renuncia de Teresa Guadalupe Reyes Sahagún como titular de la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB) marca un punto de inflexión en la respuesta institucional ante uno de los dramas más desgarradores que enfrenta el país: la desaparición de personas.
Su salida, anunciada para el 31 de agosto, no es sólo el término de una gestión, sino también el eco de un malestar profundo por parte de colectivos de víctimas que desde el inicio señalaron su falta de experiencia, sensibilidad y cercanía con las familias que buscan a sus seres queridos. La exigencia que hoy suena con más fuerza es clara y urgente: no más nombramientos políticos, necesitamos perfiles técnicos y humanos, personas capaces de ponerse en los zapatos de quienes han vivido una pesadilla sin final.
Al mismo tiempo, la Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia en el caso Ayotzinapa enfrenta una nueva sacudida. Su labor ha sido una promesa de justicia para las madres y padres de los 43 normalistas desaparecidos, pero también un campo en disputa entre intereses políticos, resistencias institucionales y un dolor que no se apaga. Los cambios recientes en su estructura deben tener un solo objetivo: fortalecer el trabajo de investigación y reforzar la legitimidad del proceso. Cualquier intento de imponer controles o diluir la contundencia de sus hallazgos sería una traición, no sólo a las víctimas directas, sino además a la memoria colectiva del país.
El contexto no podría ser más alarmante. México supera los 100 mil casos de personas desaparecidas. Cada una representa una historia rota, una familia quebrada y una renuncia —hasta ahora impune— a las obligaciones más elementales del Estado. La mayoría de las búsquedas las realizan mujeres, madres y hermanas, que cavan con las manos, huelen la tierra, enfrentan al crimen… y también a la indiferencia burocrática. Buscar, en este país, se ha vuelto una forma de resistencia peligrosa; una lucha que arriesga la vida para ganar apenas unas migas de verdad.
En este escenario, el gobierno federal tiene una oportunidad —quizá la última de este sexenio— para rectificar y colocar en el centro de su política de búsqueda a las víctimas. Pero esto no se logra repartiendo cargos ni moderando discursos; se logra construyendo confianza, garantizando seguridad a quienes buscan, y mostrando resultados claros, verificables y duraderos. No se trata sólo de técnicos ni de activistas, se trata de nombrar rostros humanos con la valentía y la humildad suficientes para mirar de frente a las familias y decirles: “No están solas”.
Éste debe ser el momento de un nuevo trato del Estado con las víctimas. Y la presidenta Claudia Sheinbaum lo sabe. Un trato desde la empatía, no desde la condescendencia. Desde la escucha, no desde el protagonismo. Desde la responsabilidad, no desde la narrativa política. Porque mientras sigan desapareciendo personas y sigamos tratando la tragedia como un expediente más, la deuda crecerá. Y con ella, la fractura entre el gobierno y su pueblo. Hoy más que nunca, es momento de que el Estado demuestre que su compromiso con la verdad no es una consigna de campaña, sino una convicción de justicia.