João Canijo propone con Vivir mal (Viver Mal, 2023) el espejo directo de Mal vivir (Mal Viver, 2023) con la que forma un díptico articulado en torno a un mismo espacio: un hotel rural portugués que condensa los afectos y rencores de sus habitantes. Si en la primera película las protagonistas eran las mujeres que administraban el lugar, en la segunda son los huéspedes —dos familias— quienes ocupan el centro del relato.
La estructura narrativa de Vivir mal replica la de su obra gemela: cada historia se organiza en tríadas formadas por madre, hija y pareja. Elisa (Leonor Silveira) llega al hotel con su hija Graça (Lia Carvalho) y su yerno Jaime (Nuno Lopes), con quien mantiene una relación secreta. En otra habitación, Judite (Beatriz Batarda) y Alice (Carolina Amaral) sostienen una dinámica igualmente tensa junto a Julia (Leonor Vasconcelos). La cámara observa ambas relaciones con la misma distancia analítica, sin dramatismo ni identificación.
Desde lo formal, Canijo construye una pieza de composición rigurosa. Los planos fijos, las composiciones frontales y los encuadres parciales delimitan un espacio de encierro que actúa como prolongación del conflicto. No hay movimiento de cámara; el desplazamiento se produce dentro del cuadro o en el fuera de campo. La luz natural, proveniente de ventanas o fuentes visibles, aplana los volúmenes y elimina jerarquías visuales. El resultado es una superficie opaca, uniforme, que convierte la imagen en materia estática.
El montaje elíptico refuerza esa sensación de clausura. No hay continuidad ni raccord: los cortes son secos, los tiempos dispares, las escenas fragmentadas. Cada plano parece autónomo, separado por un intervalo de silencio. La duración irregular de las tomas genera una temporalidad quebrada, más cercana al registro que a la narración.
El color desaturado —entre el beige y el gris verdoso— mantiene la coherencia cromática del díptico. No hay saturación ni contraste. El espacio parece existir en un continuo tonal que suprime toda intensidad. Cada habitación del hotel se convierte en un contenedor de sonido, luz y respiración. El diseño sonoro evita la música narrativa: prioriza pasos, portazos, respiraciones, murmullos fuera de campo. El silencio se vuelve parte del ritmo, y las pausas definen la tensión.
En el plano expresivo, Canijo utiliza la composición como límite. Los marcos dentro del marco (puertas, ventanas, espejos) son constantes. Funcionan como líneas de contención que dividen a los personajes, incluso cuando comparten el encuadre. El espacio no comunica: separa. La cámara fija, situada a una distancia intermedia, impide la identificación emocional. La imagen observa sin intervenir, como si registrara un fenómeno físico más que una acción.
Las relaciones familiares que estructuran Vivir mal son, así, parte de una misma arquitectura visual. La madre domina el plano, la hija ocupa los bordes, la pareja aparece entre sombras o reflejos. Los cuerpos se cruzan pero no se tocan. La rigidez del encuadre traduce la imposibilidad de contacto. El fuera de campo adquiere relevancia: lo que no se ve (una voz, un gesto, un ruido) sostiene el clima de opresión.
Comparada con Mal vivir, Vivir mal mantiene la precisión del dispositivo pero reduce la ambigüedad. El punto de vista invertido no transforma el sentido, sino que lo duplica. La simetría entre ambas películas es estructural, no conceptual. Canijo repite la forma para registrar otra superficie, pero el resultado, aunque impecable en su diseño, repite la misma temperatura visual y sonora.
La propuesta se sostiene como una experiencia formal: un estudio sobre el tiempo detenido, la mirada inmóvil y el espacio como materia dramática. Vivir mal no busca narrar, sino organizar la percepción del espectador a través de ritmo, encuadre y silencio. Canijo convierte la observación en método y el método en lenguaje. El hotel, nuevamente, es un laboratorio visual donde cada plano contiene su propia dosis de encierro.