jueves 30 de octubre de 2025
Existe un momento en Soy Frankelda (2025) que encapsula la esencia de la película: un número musical frenético donde el color, la luz y la forma alcanzan un clímax de pura creatividad. Es allí donde se percibe el esfuerzo artesanal y el amor desmedido que Arturo y Roy Ambriz, con el respaldo de Guillermo del Toro, imprimen en cada fotograma. Pero también es en ese instante donde emerge la paradoja central del film: una narrativa que intenta seguir el ritmo de su deslumbrante superficie.
Desde sus primeros minutos, la película se presenta con ambición descomunal. La historia transcurre en dos planos: el México virreinal, donde Francisca Imelda sueña con ser escritora en una sociedad que la limita por su género, y el Topus Terrentus, un reino fantástico que se alimenta de las pesadillas humanas. La propuesta de reflexionar sobre el proceso creativo y la censura es clara, aunque el guion no logra articular con fluidez ambos mundos. El resultado es una trama acelerada, cargada de información, donde los personajes se diluyen entre mitologías, reglas internas y guiños a la serie original Los sustos ocultos de Frankelda.
Esa vorágine narrativa afecta la conexión emocional con la historia. La relación entre Frankelda y el príncipe Herneval —núcleo dramático del relato— carece de desarrollo y se resuelve con premura. El enfrentamiento final con Procustes, a pesar de la potencia vocal de Luis Leonardo Suárez, concluye sin la tensión esperada. La película incorpora tal cantidad de elementos —clanes, criaturas, mitologías— que su propia riqueza termina por sofocarla.
En el plano visual, Soy Frankelda alcanza un nivel pocas veces visto en el cine latinoamericano. El diseño de producción, de estética barroca y artesanal, combina texturas palpables con una paleta cromática inspirada en el Día de Muertos. Cada detalle, desde las casonas coloniales hasta los reinos oníricos del Topus Terrentus, evidencia un trabajo minucioso. Los personajes —el príncipe Herneval, Procustes o el dragón que carga un velero— encarnan una imaginación sin límites. Este universo tangible y vibrante es la prueba del compromiso de sus creadores, quienes incluso hipotecaron su casa para llevar adelante el proyecto.
El doblaje y los números musicales aportan cohesión en medio del caos narrativo. Mireya Mendoza (Frankelda) y Luis Leonardo Suárez (Procustes) imprimen fuerza a sus personajes. La canción «El Príncipe de los Sustos» se erige como un punto alto, donde animación y música confluyen en un espectáculo que justifica por sí solo la experiencia cinematográfica.
Soy Frankelda es una obra contradictoria: desbordante en forma, irregular en fondo. Pero su valor histórico es indiscutible. Representa una conquista para la animación mexicana, capaz de dialogar de igual a igual con producciones internacionales. Su narrativa irregular no eclipsa el mérito de su existencia: un proyecto independiente, ambicioso y profundamente personal. No es un film infantil ni estrictamente adulto; es una pieza de culto en ciernes, un viaje psicodélico que celebra la valentía de quienes se atreven a soñar con figuras de plastilina y un corazón de fuego.