
En los paisajes áridos de Mendoza, donde la montaña parece contener el silencio y el tiempo, dos hermanos vuelven a encontrarse para ejecutar un negocio que los mantiene unidos y enfrentados a la vez: fingir muertes. Su oficio consiste en ayudar a personas a desaparecer, simular un entierro y cruzarlas al otro lado de la frontera para que empiecen una vida nueva. Es un trabajo heredado, un legado familiar en el que la muerte se administra como una mercancía.
Manuel (Pedro Fontaine) abandonó esa rutina para dedicarse a la medicina y formar una familia. Oscar (Marco Antonio Caponi), en cambio, se quedó al cuidado del negocio bajo la tutela de un tío (Oscar de la Fuente) que lo controla todo desde las sombras. Cuando un último encargo los obliga a colaborar nuevamente —el traslado de un contador perseguido por una banda narco—, la operación se complica, y con ella, la posibilidad de redención de ambos.
Lo que empieza como un trámite clandestino se transforma en una fuga hacia la montaña, un recorrido donde los cuerpos se mueven entre el frío, la desconfianza y la necesidad. La ambulancia que transporta al falso muerto se convierte en una suerte de ataúd rodante, un símbolo de aquello que cada personaje intenta enterrar: la culpa, la vergüenza, la historia compartida.
En Los renacidos (2025), la frontera no separa países, sino estados del alma. Es un límite invisible entre lo que se fue y lo que no termina de morir. Esteves filma la geografía como una extensión de las decisiones morales: las rutas desiertas, los pueblos detenidos, el polvo, las rocas, todo parece cargar con una culpa que no se nombra. El paisaje no acompaña la acción: la contiene, la aplasta, la hace inevitable.
La película se construye sobre el peso del silencio. Las palabras apenas sirven para sostener una tensión que ya está escrita en los gestos. Entre Manuel y Oscar hay algo más que un pasado compartido: una herida abierta, una forma de amar que se manifiesta en el reproche y el sacrificio. Ninguno busca salvar al otro, pero ambos intuyen que la única salida está en repetir el ciclo: matar para volver a vivir.
El film evita cualquier moral explícita. En su lugar, propone una mirada sobre la fe y la supervivencia. Fingir la muerte se convierte en un acto religioso invertido, una parodia del rito que promete resurrección pero ofrece huida. Esteves parece preguntarse qué queda del ser humano cuando el único modo de seguir existiendo es desaparecer.
No hay héroes ni villanos. Solo personas arrastradas por una maquinaria familiar que ya no saben cómo detener. En ese tránsito, Los renacidos encuentra su tono: una mezcla de western, thriller y tragedia doméstica, donde el pasado no deja de perseguir y la tierra es testigo de todo lo que el hombre intenta ocultar.
Más que una historia criminal, la película es una reflexión sobre el peso de la herencia y la imposibilidad del olvido. Cada muerte fingida revela una forma distinta de renacer, una ilusión que cuesta demasiado sostener. Y cuando el sol cae detrás de la cordillera, lo que queda no es la redención, sino la certeza de que ningún entierro es definitivo.