
Dirigida por Ben Leonberg y protagonizada, literalmente, por un perro llamado Indy, Good Boy (2025), es una de esas apuestas que generan cierta desconfianza y termina sorprendido por la convicción con la que sostiene sus ideaa.
La película se centra en Indy, un perro que se muda con su dueño Todd a una casa en el campo, donde empieza a percibir presencias sobrenaturales y entidades que acechan en la oscuridad. Está contada desde la perspectiva del perro mientras lucha para proteger a su dueño de estas amenazas invisibles, a las que él es más sensible
La cámara se arrastra cerca del suelo, adoptando la altura, la curiosidad y el desconcierto del protagonista. No hay sentimentalismos, sin voz en off ni licencias mágicas. Lo que el animal ve, nosotros lo vemos; lo que no entiende, tampoco lo entendemos. Esa alianza perceptiva entre espectador y criatura se convierte en el corazón de la experiencia.
Ben Leonberg, quien ya había mostrado inclinaciones hacia el género en proyectos menores y en su paso por el corto The Dog Park, entiende que la clave no es la anécdota sino la sensación. Desde ese microcosmos, la película avanza entre lo doméstico y lo metafísico, mezclando lo que Indy percibe con lo que el espectador reconstruye. En ese espacio intermedio, donde el miedo no siempre tiene forma pero siempre tiene olor o sonido, la película encuentra su mejor terreno.
Lo más admirable es cómo Leonberg logra dotar de densidad dramática a una historia contada casi sin palabras. El director de fotografía, Scott Riehl, trabaja con lentes angulares a baja altura y una iluminación naturalista que acentúa las texturas del piso, las sombras al nivel del marco de una puerta, los reflejos en la mirada húmeda del animal.
El film logra un equilibrio interesante entre lo que muestra y lo que sugiere: respiraciones, ruidos leves, y una sensación constante de que el espacio está vivo, de que el miedo está en las paredes, en la memoria del lugar. Por momentos, recuerda al espíritu minimalista de La bruja (The Witch, 2015) o La cabaña siniestra (The Lodge, 2019), aunque su alma es mucho más artesanal y menos solemne.
Claro que el film tiene sus grietas: algunas escenas se sienten reiterativas, atrapadas en una estructura que no siempre logra renovarse. Cuando la novedad de la perspectiva comienza a agotarse, el relato depende demasiado del suspenso atmosférico. Sin embargo, nada de eso termina por desarmar el conjunto: la película se sostiene justamente por su coherencia interna, por no traicionarse ni cuando flaquea.
Quizás el mérito mayor sea haber demostrado que se puede construir terror desde un punto de vista no humano sin caer en la parodia. Si el cine de terror todavía tiene caminos por explorar, este pequeño experimento canino demuestra que la mirada más original puede venir, literalmente, desde el suelo.