
En una época en que la música parece disolverse entre algoritmos, listas automáticas y modas de consumo instantáneo, Abraham Cupeiro ha conseguido algo casi milagroso: reconciliar el presente con su raíz más antigua. Desde un taller a las afueras de Lugo, rodeado de instrumentos olvidados y maderas que esperan su voz, este músico e investigador gallego ha emprendido una odisea artística que une el eco de las cavernas con los focos de Hollywood.
Este martes 21 de octubre ofrecerá un concierto gratuito en su ciudad natal. No será un recital cualquiera: será una invitación a escuchar cómo suenan los orígenes de la música en un tiempo que parece haberlos olvidado. Cupeiro no solo toca, sino que reconstruye. Da vida a lo que el tiempo calló. Entre sus manos resuena el karnyx, una trompeta celta de la Edad de Hierro cuyo sonido parece salir de un sueño arcaico, y la corna galaica, el instrumento que tocaba su abuelo y que aparece en las miniaturas de Alfonso X. A partir de ellos, y de más de doscientos instrumentos recuperados de culturas y épocas diversas, Cupeiro crea una música nueva, libre de etiquetas, que une la emoción de lo ancestral con la libertad de lo contemporáneo.
Su trayectoria no se entiende sin esa tensión entre memoria e innovación. Cada instrumento que reconstruye es, a la vez, una excavación y una apuesta de futuro. Sus discos —Os sons esquecidos, Pangea o Mythos— son más que álbumes: son mapas del tiempo sonoro. En ellos dialogan flautas de hueso y orquestas sinfónicas, ecos de piedra y armonías modernas. Quizá por eso su música parece pertenecer a todos los tiempos.
Esa singularidad no ha pasado desapercibida. En los últimos años, Cupeiro ha llevado su talento al cine, colaborando con compositores como Hans Zimmer y Harry Gregson-Williams en superproducciones de Hollywood. Desde su estudio en el rural lucense grabó los sonidos de los instrumentos romanos que se escuchan en Gladiator II, la ssecuela del clásico de Ridley Scott. La paradoja es irresistible: un gallego entre prados y toperas devolviendo la música del Imperio al gran público global. El cine, que tantas veces mira al pasado para reinventarlo, encontró en Cupeiro la autenticidad que ninguna biblioteca digital puede ofrecer.
Coherencia vital
Pero más allá del brillo cinematográfico, lo que distingue a Cupeiro es su coherencia vital. Vive entre dos casas modestas separadas por una finca, una frontera simbólica entre la vida y la creación. A un lado, su hogar familiar; al otro, el taller donde nacen los instrumentos y las melodías. Entre ambos, el silencio, ese espacio invisible donde el sonido adquiere sentido. En su cotidianidad hay algo de resistencia: una forma de recordar que la música no necesita artificios para ser verdadera.
Esa autenticidad explica su conexión con el público. Cuando sube al escenario —ya sea ante una orquesta sinfónica o en un pequeño auditorio—, Cupeiro no ofrece una lección de arqueología, sino un viaje emocional. Su espectáculo Resonando en el pasado recorre la historia de la humanidad a través del sonido, del Paleolítico al jazz, del eco de las cavernas al ruido de las ciudades. En cada nota late una idea: que la música no nació para exhibirse, sino para reunir.
Su discurso cuestiona, además, el rumbo de la música académica. En un tiempo en que la clásica corre el riesgo de fosilizarse en su propio elitismo, Cupeiro reivindica la frescura de los grandes compositores populares. “Beethoven, Mozart o Händel eran divertidos, cercanos al público”, recuerda. Esa cercanía, esa complicidad sin solemnidad, es su seña de identidad. Combina rigor con humor, sabiduría con juego, técnica con emoción. No interpreta un repertorio: lo reinventa para que vuelva a ser vivido.
El cine, en ese sentido, no es un desvío en su carrera, sino una prolongación natural. Hollywood siempre ha buscado sonidos capaces de emocionar al público más allá del idioma, y Cupeiro los encuentra en lo más profundo de la historia. Si Gladiator II aspira a revivir la épica del Imperio, la música de Cupeiro aporta la textura de la verdad, ese temblor primitivo que las grandes producciones suelen perder entre capas de efectos digitales. Sus grabaciones —reales, orgánicas, con instrumentos rescatados del olvido— devuelven a la imagen la dimensión humana del mito.
Esa es, quizá, su mayor lección: que la modernidad no consiste en olvidar el pasado, sino en escucharlo de otra manera. En un mundo saturado de ruido, la música de Abraham Cupeiro actúa como una forma de resistencia. Nos recuerda que, antes de ser industria o entretenimiento, la música fue una conversación entre el hombre y el mundo, un modo de entender el misterio.
Su odisea —desde las flautas de hueso de hace sesenta mil años hasta los estudios de Hollywood— no es solo la historia de un músico excepcional, sino la de un hombre que ha hecho del sonido una forma de identidad. Mientras el cine busca cada vez más lo auténtico para emocionar al espectador global, un artesano gallego demuestra que el futuro del arte puede seguir construyéndose con los ecos más antiguos del alma humana.
Porque, al fin y al cabo, como sugiere el propio Cupeiro, toda música que merece perdurar es la que nos devuelve a nosotros mismos. Y ahí, entre el silencio y el sonido, entre la tierra y el celuloide, late su verdadera obra maestra. @mundiario