
El universo de Downton Abbey ha sido, desde su estreno en 2010, una máquina perfectamente engrasada de nostalgia, aristocracia y melodrama bien medido. Durante seis temporadas y dos películas, Julian Fellowes ha orquestado con precisión británica un retrato idealizado de la nobleza rural inglesa y de quienes vivían bajo su techo. Ahora, con El gran final, llega el momento de despedirse definitivamente de la familia Crawley. Pero, como suele ocurrir con las despedidas demasiado cuidadas, el cierre resulta tan pulcro como predecible.
La historia nos sitúa en los años treinta, en una Inglaterra que ya no es la misma. Los ecos del pasado suenan lejanos, la modernidad irrumpe con fuerza y los muros de Downton parecen tambalearse ante el avance del tiempo. Lady Mary, símbolo de la evolución de la mujer en la saga, protagoniza el gran escándalo de esta entrega: su divorcio. Un gesto que, más que escandalizar, actúa como metáfora del fin de una era y del despertar de una nueva sensibilidad social. Los Crawley, siempre tan firmes en sus tradiciones, deben aprender a convivir con un mundo que ya no les pertenece del todo.
La película arranca con ritmo ágil, desplegando la habitual coreografía coral de personajes. Sin embargo, esa misma abundancia se convierte pronto en su mayor lastre. Cada figura —desde los señores hasta los criados— necesita su momento de cierre, lo que obliga a un guion que salta de trama en trama sin apenas respiro. Lo que podría haber sido una temporada breve y equilibrada se condensa en poco más de dos horas, sacrificando profundidad en favor del sentimentalismo.
Visualmente, eso sí, El gran final es impecable. El vestuario, la dirección de arte y la fotografía recrean con mimo una época que parece suspendida en el tiempo. El espectador se sumerge con facilidad en esa atmósfera de refinamiento y melancolía, donde cada salón y cada gesto parecen extraídos de una pintura de época. Michelle Dockery (Lady Mary), Elizabeth McGovern (Cora) y Laura Carmichael (Edith) toman con solvencia el relevo de Maggie Smith, cuyo legado como la inolvidable Violet Crawley sigue siendo la sombra más ilustre del reparto.
Y sin embargo, algo falta. La emoción está presente, pero diluida; el drama, bien interpretado, pero contenido hasta la frialdad. La película parece más preocupada por no defraudar que por sorprender. Es un cierre correcto, pulido, incluso reconfortante, pero también conservador, como si Fellowes temiera alterar el equilibrio de una fórmula que lleva más de una década funcionando.

En su último acto, Downton Abbey: El gran final ofrece una despedida feliz, un homenaje a los personajes que el público ha acompañado durante años. Pero también deja una sensación de oportunidad perdida. El relato podría haber explorado con mayor valentía el choque entre lo viejo y lo nuevo, entre el deber y la libertad, entre la aristocracia que se apaga y la sociedad moderna que se impone. En su lugar, el filme opta por el camino seguro: un final luminoso, elegante y emocionalmente satisfactorio, aunque carente de riesgo.
Al salir del cine, queda la impresión de haber asistido a un funeral con té y porcelana fina: todo en su sitio, todo medido, todo correcto. Downton Abbey se despide como vivió, envuelta en una belleza impecable y una emoción contenida, sin sobresaltos ni rupturas. Es, en definitiva, un cierre digno para una serie que nunca quiso ser revolucionaria, sino simplemente eterna. @mundiario
