
La mamá y la puta (1973, Jean Eustache) es una de las más relevantes películas francesas de la segunda mitad del pasado siglo. El cine de Eustache, heredero de la Nouvelle Vague, aunque llevado a su particular terreno, el personal, coincide con el tiempo desencantado después del fallido mayo del 68. Estamos ante su primer largometraje (solo pudo completar otro más, Los pequeños amores, una preciosa aproximación al despertar sexual y a la soledad de un adolescente), que mucho tiene de “largo” pues dura más de tres horas y media acaparadas por unos inteligentes, literarios, ingeniosos, atrevidos, contradictorios, y a menudo cínicos diálogos, sintomáticos del fondo desquiciado de unos personajes que consumen sus juveniles momentos con una intensidad imposible de separar de la desesperación.
Ya desde el título comprobamos que es una película de intención irreverente. Lo es en el planteamiento de las relaciones personales, en la casi constante presencia del sexo −no en las imágenes, bastante recatadas, sino en el lenguaje de los personajes, que pronuncian desmedidamente el verbo “baiser” en su acepción de “follar” −, producto de la resaca de los tiempos del amor libre hippie, del tiempo de mayor efervescencia del rock and roll, de los alegres y despreocupados libertinajes. No obstante, en ese año 1973 Jean Eustache ya les obliga a pronunciar a sus personajes el declive de una época sublime que se ha secado, al menos en la imposibilidad de dar rompedoras obras de arte. “Creo que todo lo que ha sucedido en el mundo está hecho contra mí, la Revolución Cultural. El mayo del 68, los Rolling Stones, el pelo largo… y, desde hace dos años, nada. La música pop se ha vuelto religiosa, prefiero la música popular”, dice Alexander, ese más que posible alter ego de Eustache, aunque este aparezca ocasionalmente en la película como amigo de ese protagonista. (Curiosa, cínicamente, en una de sus cortas apariciones, se sienta sobre una silla de ruedas que ha robado. “¿A quién?, le pregunta su amigo. “A un inválido, supongo”).
Alexander −convincentemente recreado por Jean-Pierre Léaud− es un joven verdaderamente singular, un caradura que vive de seducir a las mujeres −aunque él dice que son ellas las que se fijan en él− y vivir de ellas, pues no se sabe que tenga ningún sustento económico propio. Las explicaciones que da en las numerosas conversaciones con sus amantes o examantes, suenan a invenciones novelescas, frutos de una imaginación que utiliza para ocultar sus a menudo incompatibles pulsiones, su egoísta interés, su modo de jugar a la vida sin preocuparse de sus consecuencias. Su palabrería es casi literaria, se impone a unos oídos atónitos, normalmente sumisos a su larga cantinela con la que pretende justificar sus devaneos con la existencia. Desde su cinismo no le oculta nada a la mujer con la que vive, a esa Marie, que sería “la maman” del título. No le oculta su nuevo ligue, Veronika (la “putain”), una joven que confiesa su desmedida promiscuidad. Pero Marie, tal vez apoyándose en el prestigiado libertinaje de la época, le consiente a su hombre todas las humillaciones, aunque se guarde su rencor, ese sentimiento verdadero que pugna adentro. Es una inmersión en el tuétano de un tiempo aún revolucionario que ya se ha empezado a disipar. Son los albores de un fuerte empuje de la liberación de la mujer: “¿Por qué las mujeres no pueden decir que les apetece follar?”, dice Veronika.
A Alexander se le permite todo comentario que, no por ser ingenioso, por poseer su gracia, puede dejar de ser muchas veces humillante, o cuanto menos forjador de una distancia intelectual con sus parejas. Sin embargo, descreído, ahogado en el nihilismo, como gesto rebelde prefiere ver un programa estúpido de la tele a una película política bien valorada. Él y su amigo viven en la amoralidad, mientras que esas dos mujeres que acabarán formando un ménage à trois aparente, descompensado, nunca armonizado, simplemente son inmorales porque podrían escandalizar a los biempensantes, caer en los caminos propios de la putrefacción, pero juegan honestamente sus cartas. El decir de Alexander no es espontáneo, no busca la verdadera comunicación, el bálsamo del otro, sino que pretende la hipnotizadora creación, el carácter lúdico de una fuga hacia la nada. Su discurso reclama el asombro, la duda de quienes no saben muy bien si les está tomando el pelo. Pero, a pesar de eso, lo que obtiene es una sonrisa, una inmediata simpatía, hospitalidad.
“A veces te he mentido, pero nunca me he mentido a mí mismo. Tú siempre has tenido talento para convencerte de cosas que no existen”. Así Alexandre se muestra de abrumador con su antigua novia que ahora se va a casar. Se entromete, la quiere hacer dudar. Juzga: “Has empezado a vivir sin que la angustia te agobie. Estás tranquila. Crees que te recuperas cuando en realidad te acostumbras a la mediocridad”. Le reprocha que su marido será un hombre de alto nivel económico.
Hablando de un caso que conoce, Alexandre se muestra admirativo: “¿Qué mayor homenaje se le puede rendir a un hombre que admiramos que robarle a su mujer?”. Pero él es celoso. Ha sido violento con su antigua novia. Sus palabras no se ajustan a su realidad: “Lo importante es conocer a una mujer, no seducirla”. Las mujeres no pueden seguir su conversación, su monólogo. De repente, le pregunta a Veronika si se está aburriendo. Nunca dirán que sí, lo escucharán embobadas, ignorantes de si hay una verdad en lo que se les está diciendo.
“No tener dinero no es razón suficiente para comer mal”. Ha llevado a Veronika a un lujoso restaurante. El dinero no es suyo, claro. Y empezamos a conocer la profunda tristeza de esa enfermera que vive en una habitación de la última planta del hospital. “Para mí las cosas no tienen importancia. Salgo a los bares, discotecas, bebo, si conozco un tipo me voy con él. Puedo follar con cualquiera. Le caigo mal a algunas personas. Me enamoro mucho y luego dejo de estar enamorada. La gente no tiene importancia”.
Estos jóvenes beben sin tasa, visitan los principales cafés de Paris (La Coupole, Les Deux Magots, Café de Flore). En este último bar, Alexander ve a Sartre en su tertulia. Lo tacha de borracho. Pero no son en absoluto felices. Los moralistas disfrutarán sabiendo esto, aun cuando esos transgresores se esfuercen en resultar envidiados por su gran hedonismo.
Esta película la vi por primera vez en 2022. De ella me que quedó una sensación divergente. Por una parte, la de haber asistido a una obra cinematográfica potente, genuina; pero, por otro lado, me dejó una sensación muy deprimente. Viéndola ahora otra vez, no llegaban a aparecer del todo los motivos de aquel oscuro sentimiento, pero es que me faltaba llegar a la última hora del largo pero nunca estéril metraje, cuando todo aquello que se ha ido apuntando entre juegos, estalla, revelándose su demoledora importancia, su insoportable seriedad de fondo. Ese trío que se ha formado no funciona. Y es que los sentimientos son más verdaderos que las amables palabras que a veces se cruzan, que los forzados consentimientos que quieren pasar por ser la fuerza de un liberador desapego.
La mamá y la puta se sustenta en un verismo de lo inusual, en una teatralidad aminorada por un decurso libertino. Es cine sin más artificio que el de los diálogos, cine puro, sin música que añadir a la que ponen los personajes en ese tocadiscos en el que suenan canciones populares, en un gesto de subversión ante lo predecible, en una búsqueda de textos que incidan en la creciente melancolía reinante. Es una película oscura, sin luz apenas, como la que le falta a ese apartamento sórdido, minimalista; el colchón −que el indócil Alexander no tiene reparo en pisar con sus zapatos− en el suelo; el teléfono también, a mano; el tocadiscos cerca; como las botellas de licor que compra Marie o trae Veronika.
En la última parte, se agudiza esa característica de lo contradictorio que acucia a los desnortados personajes. Ellas trabajan, pero él no: “No hago nada, pero tengo una vida ajetreada”. En realidad, Alexander, aunque parezca lo contrario, se dedica a justificar la realidad, no a subvertirla: “Yo nunca he dejado a nadie, por eso me dejan siempre … Yo no hago nada”. “Me gustan las personas que desobedecen…”, le dice a Marie en la cama, hablando de Veronika, que acaba de llamar y va a ir a su casa intempestivamente. ¿Es eso lo que piensa o solo es una forma de adaptarse a la realidad indómita? “No me gusta la dignidad. Mi única dignidad es mi bajeza”.
Jean Eustache se suicidó en 1981, a sus cuarenta y dos años, después de que un accidente de coche le hubiera dejado disminuido en sus movimientos. Pero ya en 1957 había realizado un intento, a raíz del cual estuvo ingresado un año en un hospital psiquiátrico. Decía cosas como: “Soy un ciudadano en una tierra ocupada por fuerzas extrañas”, en 1978, en una entrevista concedida a Cahiers. “Esta profesión no me permite ser libre y no sé cuánto tiempo durará esta situación. Estoy en un túnel, lo siento físicamente”.
La última hora de la película agrava ese registro del vacío, de la desesperación, al que antes habíamos asistido con el paliativo de cierta lúdica ligereza. Asistimos a un largo monólogo de Veronika acompañado de sus lágrimas, aunque sus palabras parezcan contradecirlas: “La historias de sexo para mí no tienen importancia, por eso no me importa que folléis. ¡Soy tan feliz con vosotros!”. Alexander escucha tristísimo, por fin callado, renunciado a sus réplicas, tal vez atrapado en la seriedad de la que había estado huyendo, en la realidad que maquillaba, sin llegar a alcanzar su profundidad. @mundiario