
Robert Redford nunca fue solo un actor. Su nombre, ligado de forma indeleble a títulos como Dos hombres y un destino o Todos los hombres del presidente, trascendió la condición de estrella para convertirse en símbolo de una manera de entender el cine y, por extensión, la cultura contemporánea. Su muerte en Utah, anunciada por The New York Times, no supone únicamente la desaparición de una figura icónica de Hollywood: marca también el fin de una época en la que el cine podía ser, al mismo tiempo, espectáculo de masas y vehículo de conciencia social.
En la pantalla, Redford construyó personajes inolvidables que parecían escritos a su medida: rebeldes con encanto, periodistas obstinados, estafadores ingeniosos. Su atractivo físico le situó en la categoría de mito, pero lo que distinguió su carrera fue la inteligencia con la que supo administrar ese capital. Donde otros quedaron encasillados en la imagen de galán, él buscó papeles que exploraban la fragilidad, la duda o la integridad moral frente al poder. El Woodward de Todos los hombres del presidente sigue siendo hoy una referencia ineludible de cómo el cine puede narrar la defensa de la verdad frente a la corrupción política.
Pero sería injusto limitar su legado a la interpretación. Redford se adelantó a su tiempo al apostar por la dirección y, sobre todo, al crear un espacio para el cine que no encontraba acomodo en los grandes estudios. El Festival de Sundance, que impulsó desde Utah, se convirtió en un laboratorio imprescindible para nuevas voces que luego marcarían la historia del séptimo arte: Quentin Tarantino, Steven Soderbergh o Darren Aronofsky, entre otros, encontraron allí la plataforma que necesitaban. En un Hollywood dominado por los grandes presupuestos, Redford defendió que había que proteger un territorio para la experimentación, la intimidad narrativa y las miradas incómodas.
En ese gesto residía también una toma de posición política y cultural. Redford nunca ocultó su compromiso con causas progresistas: la defensa del medioambiente, la crítica a la guerra de Vietnam, la reivindicación de un periodismo libre. Esa dimensión cívica explica por qué su figura fue más allá del entretenimiento. Para muchos, Redford fue el rostro amable de un liberalismo cultural que buscaba conciliar el glamour de Hollywood con la responsabilidad ciudadana.
Su Oscar como director por Gente corriente demostró que su talento no se agotaba delante de la cámara. La película, íntima y dolorosa, hablaba de una familia rota por la tragedia y mostró que Redford podía narrar desde la sobriedad, sin necesidad de la pirotecnia de los grandes estudios. Fue una lección de cine y de madurez artística: el galán se había transformado en un creador capaz de abordar las zonas grises de la condición humana.
Con su muerte desaparece también un cierto tipo de estrella cinematográfica que parece ya irrepetible. En la era de las franquicias interminables y los universos expandibles, Redford encarnaba la posibilidad de que un actor pudiera ser, a la vez, símbolo de atractivo popular y referente cultural. Su figura pertenecía a la misma constelación que Paul Newman o Jack Nicholson: intérpretes capaces de llenar salas solo con su nombre, pero también de influir en el debate social.

La memoria de Redford no se limitará a sus películas ni a Sundance. Su legado es la constatación de que el cine, cuando se toma en serio a sí mismo, puede cambiar no solo la vida de sus creadores y espectadores, sino la propia industria que lo produce. Con él se apaga una luz, pero quedan encendidas las que él mismo encendió para otros. Esa es, quizá, la mejor definición de lo que significa dejar huella: no tanto ser recordado como haber abierto caminos para quienes vienen después.
Robert Redford ya no está, pero seguirá proyectándose en cada joven cineasta que encuentre en Sundance un lugar para arriesgarse, en cada espectador que vea en El golpe la alegría del juego compartido, o en cada periodista que se reconozca en la obstinación de Todos los hombres del presidente. Su última escena se ha consumado, pero su historia —la de un hombre que creyó en el poder del cine— sigue en marcha. @mundiario