
domingo 14 de septiembre de 2025
La novia (The Girlfriend, 2025) no es una historia de amor, sino una guerra de trincheras disfrazada de presentación familiar. Laura (Robin Wright), madre ejemplar y dueña de una vida cuidadosamente pulida, ve cómo su castillo de cristal se resquebraja con la aparición de Cherry (Olivia Cooke), la flamante novia de su hijo Daniel (Laurie Davidson). Lo que debería ser una comida de bienvenida termina siendo el primer round de un combate feroz donde las sonrisas son armas y las copas de vino, municiones.
A lo largo de los seis episodios, la serie juega a mostrar cómo la misma historia cambia de forma según quién la cuente. No hay capítulos “lado A” y “lado B”: hay un tejido constante de miradas torcidas que convierten cada detalle en prueba de cargo. En la versión de Laura, Cherry es una intrusa manipuladora que roba joyas y hasta maltrata al gato. En la mirada de Cherry, Laura es una aristócrata venenosa que se esmera en recordarle que jamás pertenecerá a ese mundo de privilegios. El espectador, atrapado entre ambas, oscila entre la paranoia materna y la sospecha de arribismo, hasta que ya no queda claro si se trata de un thriller familiar o de un torneo de boxeo en slow motion.
El guion de Gabbie Asher y Naomi Sheldon eleva las tensiones a fuerza de pequeñas mentiras y acusaciones cada vez más grotescas, en una espiral que recuerda a La guerra de los Roses (The War of the Roses, 1989). La estética abandona cualquier pretensión de realismo para abrazar la exageración: gritos, golpes bajos y un catálogo de gestos calculados que convierten la convivencia en un espectáculo de manipulación mutua.
Más allá de su envoltorio provocador, La novia funciona como una reflexión torcida sobre el amor materno, el poder del dinero y la fragilidad de las certezas familiares. Su desenlace radical confirma que el melodrama, lejos de ser un género menor, puede ser un laboratorio donde el exceso no destruye la reflexión, sino que la amplifica hasta el absurdo.