
La vida de Chuck no es solo otra adaptación de Stephen King, es una experiencia cinematográfica que se adentra en terrenos poco explorados del autor y de su director, Mike Flanagan. Conocido por su maestría en el terror psicológico, Flanagan se atreve aquí con un relato profundamente humano y emotivo, donde lo sobrenatural sirve como telón de fondo para una reflexión sobre el valor de vivir.
La película arranca con una sensación de desconcierto: el espectador es arrojado a un mundo apocalíptico sin explicaciones, donde el nombre de Chuck (Tom Hiddleston) aparece en carteles y transmisiones que celebran sus “39 grandes años”. Nadie parece saber quién es, y este misterio inicial da forma a una narrativa que avanza hacia atrás, desentrañando poco a poco la vida de un hombre aparentemente corriente que se convierte en el eje de todo un universo.
Este recurso narrativo, dividido en tres actos que se cuentan en orden inverso, es precisamente lo que hace que la cinta destaque. Cada segmento aporta nuevas capas emocionales y detalles que transforman por completo la percepción del espectador. Lo que en un principio parece caótico o críptico termina convirtiéndose en un homenaje a la vida y a los pequeños momentos que la hacen especial. Es, sin duda, una película que merece verse al menos dos veces para apreciar todas sus conexiones y sutilezas.
Gracias Chuck
En su primer acto, la cinta brilla gracias a las interpretaciones de Chiwetel Ejiofor y Karen Gillan, que ofrecen una carga emocional desgarradora mientras sus personajes navegan el fin del mundo desde lo más íntimo y humano. Su química en pantalla y la manera en que Flanagan construye las escenas, acompañadas de la música melancólica de The Newton Brothers, logran transmitir una sensación de belleza en medio del caos.
Artistas callejeros
Sin embargo, el momento que ha dejado a todos los espectadores boquiabiertos pertenece a Tom Hiddleston. Aunque su aparición no domina la mayor parte del metraje, su interpretación es magnética. Destaca especialmente una escena de baile que encapsula el mensaje central de la película: encontrar alegría incluso cuando se vislumbra el final. Hiddleston ofrece un trabajo tan memorable que consigue dejar huella con pocos minutos en pantalla, igualando en impacto al resto del elenco.
El segundo acto, titulado Buskers Forever, nos muestra a un Chuck que, a pesar de tener un tumor cerebral no diagnosticado, experimenta una epifanía vital al bailar en plena calle con una desconocida. Este segmento es un estallido de energía y libertad que contrasta con el tono oscuro del inicio y refuerza el mensaje esperanzador del film.
Cada persona es un mundo
Finalmente, el tercer acto nos lleva a la infancia y adolescencia de Chuck, revelando el origen de su visión sobre la vida y el simbolismo detrás de la misteriosa habitación que predice la muerte de quienes entran en ella. Aquí, Flanagan recurre a la magia y la nostalgia para dar contexto a todo lo visto anteriormente, cerrando la historia de una manera profundamente conmovedora.
Más que una historia sobre la muerte, La vida de Chuck es un canto a la vida y a su fragilidad. Con ecos de clásicos como Cadena perpetua y Cuenta conmigo, Flanagan demuestra su versatilidad como narrador y su capacidad para explorar el universo de King desde una perspectiva más luminosa, pero igualmente intensa.
El resultado es una de las sorpresas cinematográficas del año: una cinta que descoloca, emociona y deja una impresión duradera. La narrativa inversa puede resultar confusa al principio, pero esa complejidad es precisamente lo que convierte a La vida de Chuck en una obra magistral, una de esas películas que invitan a ser revisadas y discutidas una y otra vez. @mundiario