
La inteligencia artificial ha irrumpido en la gran pantalla con la promesa de transformar radicalmente la forma en que concebimos el cine. Critterz, un largometraje de animación en desarrollo con vistas a estrenarse en Cannes en 2026, pretende ser la demostración palpable de que la IA no solo genera imágenes y textos, sino que puede sostener un proyecto fílmico de envergadura internacional. El respaldo de OpenAI, la compañía de Sam Altman, ha convertido a este proyecto en un laboratorio experimental con vocación de hito histórico.
Sobre el papel, las cifras son incontestables: menos de 30 millones de dólares de presupuesto frente a los más de 100 millones que suele costar un filme de animación convencional, y un tiempo de producción estimado en nueve meses frente a los tres años habituales en estudios como Pixar o DreamWorks. El atractivo es evidente: rapidez, eficiencia y ahorro económico. Sin embargo, reducir el cine a una mera cuestión de costes y plazos puede ser una visión demasiado simplista para un arte que siempre ha vivido de la alquimia entre la técnica y la creatividad.
El guion de Critterz correrá a cargo de profesionales curtidos en la industria, como parte del equipo detrás de Paddington en Perú. Pero el corazón del proyecto reside en modelos de OpenAI como GPT-5, encargados de generar gran parte de la animación y del material visual. Este híbrido entre humanos e inteligencia artificial plantea interrogantes de calado: ¿se trata de un apoyo creativo o de una sustitución progresiva de la mano de obra artística? ¿Dónde queda la autoría en una obra donde los algoritmos producen el grueso de los elementos visuales?
La cuestión legal tampoco es menor. La industria del entretenimiento vive rodeada de litigios por derechos de autor, y el uso de modelos entrenados con imágenes protegidas abre un campo minado de demandas. La experiencia de Midjourney, denunciada por utilizar material registrado sin permiso, anticipa los problemas que Hollywood podría enfrentar si abraza sin cautela estas herramientas. El miedo de los sindicatos de actores y guionistas no es infundado: más allá de la fascinación tecnológica, la IA podría precarizar profesiones ya de por sí inestables.
El debate, por tanto, no se limita a la viabilidad técnica. Es también un debate cultural y político. La narrativa audiovisual no se define únicamente por la capacidad de generar imágenes sorprendentes, sino por la calidad de las historias, la sensibilidad de los diálogos y la coherencia de los mundos imaginarios. Aquí radica la gran incógnita: ¿será capaz una película impulsada en gran parte por algoritmos de emocionar, de dejar huella, de convertirse en clásico? ¿O nos encontraremos ante un producto correcto pero desprovisto del alma que solo la experiencia humana parece garantizar?
En este sentido, Critterz puede ser interpretada como un ensayo general del futuro. Si la cinta logra éxito crítico y comercial, será el pistoletazo de salida para una nueva etapa de la animación en la que la IA jugará un papel central. Si fracasa, quedará como una anécdota más en el largo historial de experimentos que prometieron cambiarlo todo y se diluyeron en el tiempo.
Conviene recordar, además, que el público tendrá la última palabra. El espectador es cada vez más consciente de los procesos de producción y no siempre recibe con entusiasmo la sustitución de personas por máquinas. El prestigio de una película no se construye únicamente con efectos visuales espectaculares ni con balances financieros ajustados; se mide en la capacidad de emocionar, de ofrecer sentido y de reflejar la complejidad de la condición humana.
Critterz no es solo un largometraje más en el calendario de estrenos: es un campo de pruebas para medir hasta qué punto la inteligencia artificial puede integrarse en el ecosistema del cine sin arruinar su esencia. ¿Revolución o espejismo? El tiempo, y sobre todo el juicio del público, se encargarán de despejar la incógnita. @mundiario