
viernes 05 de septiembre de 2025
La película ecuatoriana Hiedra (2025), dirigida por Ana Cristina Barragán y presentada en la sección Orizzonti del Festival de Cine de Venecia, se erige como un ejercicio cinematográfico que prioriza la percepción sensorial por encima de la narración lineal. Su propuesta se articula a través de una intimidad absorbente, sostenida por planos cercanos que capturan cada poro, respiración y gesto, construyendo un espacio emocional denso e incómodo para el espectador.
La historia sigue a Azucena, una mujer de treinta años interpretada por Simone Bucio, cuya presencia oscila entre lo vulnerable y lo obsesivo. Su vida se entrelaza con un grupo de adolescentes en un hogar de acogida, adonde se acerca con torpeza, movida por la soledad y un trauma latente: la pérdida de un hijo durante su adolescencia, que truncó también su futuro en la gimnasia. Dentro de este grupo aparece Julio, un joven de diecisiete años encarnado por Francis Eddú Llumiquinga, con quien Azucena establece un vínculo ambiguo, a medio camino entre lo maternal y lo afectivo, que desestabiliza las convenciones sociales.
Barragán exhibe un control preciso en la dirección de actores, logrando interpretaciones intensas incluso con un elenco en gran parte inexperto. Bucio sostiene la película con un registro de fragilidad y persistencia, mientras la cámara insiste en lo táctil: un roce de manos, un cabello recién cortado, cuerpos sumergidos en un río. El filme se apoya menos en los diálogos que en la proximidad física como lenguaje.
Sin embargo, esta construcción visual y actoral se encuentra con una estructura narrativa irregular. El desarrollo dedica tiempo a delinear el entorno de Julio y sus amistades, lo que otorga textura pero debilita la línea central: la relación de Azucena con el joven al que imagina como hijo. Cuando la revelación llega, el relato avanza hacia un desenlace marcado por lo simbólico —con un volcán en erupción como telón de fondo— que resulta poderoso en lo visual pero apresurado en lo emocional. El giro onírico final refuerza el tono poético de Barragán, aunque puede percibirse artificioso.
Hiedra se mueve entre contrastes: es íntima y a la vez esquiva, actoralmente sólida pero narrativamente dispersa, capaz de ofrecer instantes de gran potencia estética mientras lucha por cohesionar su premisa central. Con esta obra, Ana Cristina Barragán reafirma su lugar como una de las voces más singulares del cine ecuatoriano contemporáneo, aunque el film permanezca a la deriva, reflejando la búsqueda inconclusa de sus propios personajes.