
jueves 04 de septiembre de 2025
Desde su estreno en 2013, El conjuro (The Conjuring) revitalizó el cine de terror comercial, rescató el terror clásico e introdujo una puesta en escena elegante y personajes entrañables como los Warren. Las dos primeras películas de la saga original aún se sienten como piezas de colección: historias sólidas, atmósferas logradas y un pulso narrativo que perdura.
Con la tercera entrega, El conjuro: El diablo me obligó a hacerlo (The Conjuring: The Devil Made Me Do It, 2021), se empezó a notar un desgaste. Michael Chaves, sustituyendo a James Wan, manejó bien la maquinaria pero sin innovar. El terror, más basado en jumpscares predecibles, convivía con un drama de pareja que intentaba darle profundidad a la saga. Con El conjuro: Últimos ritos (The Conjuring: Last Rites, 2025), la duda es inevitable: ¿queda algo por contar o el hechizo está agotándose?
La trama titubea entre varios focos —la salud de Ed, el envejecimiento de los Warren, la historia de Judy y Tony— mientras el caso paranormal, que debería ser el centro, se pierde en el fondo. Este desequilibrio obliga a saltar de una trama a otra sin un hilo conductor firme.
La saga siempre funcionó como relato de caso: familia vulnerable, casa infestada y Warren enfrentando lo inexplicable. Ese esquema, clásico pero efectivo, se apoyaba en la dirección de Wan, que construía la tensión con planos largos y manejo preciso de la cámara. Chaves intenta replicar ese estilo, pero su dirección se siente fragmentada, con una edición que asfixia la atmósfera. El primer susto real aparece casi a los 40 minutos.
Lo que sostiene la película es el trabajo de Patrick Wilson y Vera Farmiga. Su química dignifican incluso los guiones flojos. La fragilidad de Ed y la fortaleza de Lorraine resultan más interesantes que el caso paranormal. La subtrama de Judy y Tony busca renovar la saga con un relevo generacional. La idea es buena, pero su desarrollo es torpe. Aunque Mia Tomlinson y Ben Hardy logran química, la historia se siente forzada, como un intento prematuro de abrir un spin-off no solicitado.
Al final, queda un sabor amargo, no por desastre, sino porque confirma algo inquietante: la saga ya no sabe qué quiere ser. Entre el relato de casos, el drama familiar y la expansión generacional, se pierde el rumbo y el hechizo comienza a romperse.