
Jennifer Lawrence no es simplemente “una estrella de Hollywood”, aunque durante años se la presentara así. Es un caso de estudio sobre lo que significa gestionar la fama en la era del exceso, sobrevivir a la maquinaria del entretenimiento y, sobre todo, recuperar la voz propia cuando el ruido amenaza con engullirla. Que el Festival de San Sebastián la premie con el Donostia en su edición número 73 no es un gesto protocolario: es la constatación de que la actriz de Kentucky, que en su momento fue el rostro más rentable del cine comercial, ha decidido apostar por otro tipo de cine y de narrativa.
Su trayectoria ha sido meteórica y, a la vez, peligrosa. Cuando Lawrence ganó el Oscar en 2021 por El lado bueno de las cosas, ya arrastraba la losa de un fenómeno global: Los juegos del hambre. Aquella saga la convirtió en icono, pero también en “producto”, como ella misma ha confesado. La presión fue brutal: cada paso, cada decisión, cada proyecto respondía más a la lógica de los estudios que a su instinto artístico. Y eso, en un oficio donde la autenticidad se paga caro, acaba pasando factura.
En un gesto que pocos se atreven a dar, Lawrence frenó. Se apartó del foco cuando estaba en la cima, justo cuando la industria la quería como rostro omnipresente. Apostó por la vida privada —se casó en 2019, fue madre en 2022 y en 2024 volvió a serlo—, pero también por un tipo de cine que le devolviera el sentido a su carrera. Esa búsqueda cristaliza en Die My Love, la película que presentará en San Sebastián y que, según ha declarado, marca un punto de inflexión. No solo actúa, también produce. Y ese detalle lo cambia todo.
Porque detrás de la actriz hay una estratega. En 2018, junto a Justine Ciarrocchi, fundó Excellent Cadaver, una productora que huye del entretenimiento vacío y se adentra en terrenos incómodos. Historias que “invitan a la reflexión”, como Causeway, la comedia ácida Sin malos rollos y documentales tan necesarios como Zurawski v. Texas, sobre las leyes antiaborto en Estados Unidos, donde Lawrence ejerció de productora ejecutiva junto a Hillary Clinton. No son proyectos casuales: son apuestas políticas, culturales y, por qué no, personales.
Ahora, con Die My Love, se la juega en un territorio aún más arriesgado: el drama psicológico ambientado en la América rural, dirigido por Lynne Ramsay. Una película que habla de amor, maternidad y locura con un elenco poderoso —Robert Pattinson, LaKeith Stanfield, Nick Nolte, Sissy Spacek— y que parece dialogar con su propia experiencia vital: la tensión entre la perfección socialmente impuesta y la fractura íntima que esa exigencia provoca.
Que San Sebastián la premie es también un mensaje: en tiempos de algoritmos y blockbusters clonados, el valor está en la autenticidad, en la capacidad de decir “no” cuando todos esperan que digas “sí”, en detener la rueda antes de que te triture. Jennifer Lawrence lo hizo. Y esa es la verdadera noticia.
El Donostia no llega, por tanto, como un cierre de etapa, sino como la confirmación de un cambio de rumbo. Lawrence ya no es solo la heroína de una distopía adolescente, ni la actriz que encadenaba taquillazos sin descanso. Hoy es productora, madre, activista cultural y, sobre todo, dueña de su narrativa. En un Hollywood que devora carreras en cuestión de años, esa resiliencia merece más que un premio: merece ser contada como ejemplo.
El 26 de septiembre, en el Kursaal, Lawrence subirá al escenario a recoger su estatuilla. Pero, simbólicamente, recogerá algo más: el reconocimiento a una segunda vida profesional construida con paciencia, criterio y una rara virtud en estos tiempos: saber parar para volver a empezar. @mundiario