
Hay series que divierten, otras que emocionan y unas pocas que nos obligan a mirarnos en el espejo. A muerte pertenece a esta última categoría. Bajo la apariencia de comedia ligera, lo que propone es un ejercicio de honestidad brutal: ¿qué hacemos con la vida que tenemos? ¿En qué momento dejamos de aprovecharla para cumplir un guion que nunca escribimos?
La premisa parece sencilla: Marta, una creativa publicitaria desordenada, fiestera y alérgica a las ataduras, se queda embarazada sin buscarlo. Como si no fuera suficiente vértigo, en ese mismo punto se reencuentra con Raúl, un viejo compañero de instituto al que acaban de diagnosticarle un cáncer de corazón. El escenario de ese reencuentro no puede ser más irónico: un tanatorio, donde ambos acuden a despedir a un amigo común. A partir de ahí, la vida –y la muerte– se convierten en personajes invisibles que empujan cada decisión.
Más allá del argumento, lo fascinante es cómo logra equilibrar humor y drama sin caer en el sentimentalismo ni en la frivolidad. No es una serie que dramatice la tragedia ni que haga chistes fáciles con la desgracia. Es, más bien, un recordatorio incómodo: la muerte no es una metáfora, es un hecho. Y cuando aparece en el horizonte, lo urgente deja de ser el trabajo, la hipoteca o las excusas; lo urgente es vivir.
Ese mensaje late en uno de los monólogos más potentes de la serie, cuando Marta improvisa unas palabras en el funeral de su amigo: “Al final, nada de esto va a importar dentro de 100 años… Lo único que va a importar es lo que hayamos hecho, cómo lo hayamos vivido”. Es un bofetón disfrazado de reflexión, porque nos interpela a todos. ¿Cuántas veces hemos postergado lo esencial por lo accesorio?
Parte del mérito está en la escritura de Oriol Capel y Natalia Durán, que huye de la grandilocuencia para abrazar lo cotidiano, y en la dirección afinada de Dani de la Orden y Oriol Pérez Alcázar, que consiguen que la emoción y la comedia bailen al mismo compás. Pero la columna vertebral de A muerte es Verónica Echegui. Su interpretación es tan natural que uno olvida que hay guion detrás. Le da a Marta una humanidad imperfecta y luminosa que nos hace cómplices de sus tropiezos y sus decisiones.

Resulta imposible ver la serie sin pensar en la propia Echegui, en su carrera breve pero intensísima, y sentir una punzada de tristeza. La serie no es solo su último trabajo, es también la confirmación de un talento que se nos escapa demasiado pronto.
En un panorama audiovisual saturado de productos desechables, A muerte se atreve a recordarnos lo esencial: que la vida no se pausa, que no hay ensayo general, que no podemos vivir aplazando lo importante. Quizá ese sea su mayor logro: que, cuando termine el último capítulo, uno sienta la urgencia de llamar a alguien, de hacer algo pendiente, de no seguir posponiendo la felicidad. Porque, como dice la propia serie, después de la vida no hay nada. @mundiario