
Woody Allen, a sus 89 años, volvió a situarse en el centro de la controversia internacional durante su intervención por videoconferencia en la Semana Internacional del Cine de Moscú. Allí no habló de la devastación que la guerra rusa ha causado en Ucrania ni de los cientos de miles de víctimas civiles y culturales, sino que se limitó a elogiar la épica adaptación soviética de Guerra y paz y a expresar su disposición a rodar películas en Moscú y San Petersburgo.
El gesto provocó la inmediata condena del Ministerio de Asuntos Exteriores de Ucrania, que calificó la intervención de Allen como “una vergüenza y un insulto al sacrificio de actores y cineastas ucranianos que han sido asesinados o heridos por los criminales de guerra rusos”. La polémica pone en evidencia la tensión entre la libertad artística individual y la responsabilidad ética que conlleva la notoriedad internacional, especialmente cuando el arte puede ser instrumentalizado por un régimen autoritario.
El contexto no es menor. Allen fue invitado por Fiódor Bondarchuk, cineasta y miembro del Consejo Supremo del partido de Vladimir Putin, una figura estrechamente vinculada al poder ruso y a la maquinaria propagandística del Kremlin. El mensaje que Moscú busca transmitir es claro: a pesar del aislamiento internacional, el país sigue siendo un destino cultural relevante y atractivo para artistas de renombre. La presencia de Allen, aunque a distancia, se suma a otras maniobras de “poder blando” que incluyen conciertos y festivales destinados a normalizar la imagen de Rusia en el exterior.
No es casualidad que esta oferta llegue en un momento crítico de la carrera de Allen. Marginado en Hollywood desde las acusaciones de abuso sexual por parte de su hija adoptiva Dylan Farrow, el director atraviesa una etapa de menor protagonismo creativo y mediático. El interés ruso le ofrece un escenario donde recuperar visibilidad, aunque a costa de vincularse, consciente o inconscientemente, con un conflicto sangriento.
La controversia también abre un debate más amplio sobre la relación entre cultura y política. Históricamente, el cine y la literatura han servido como espejos críticos de la sociedad, pero también han sido utilizados como herramientas de propaganda. En este caso, la disposición de Allen a colaborar con una industria controlada y censurada por el Kremlin pone de relieve que la línea entre el arte y la complicidad política puede ser extremadamente difusa.
Más allá de la polémica, Allen aprovechó su intervención para advertir sobre la irrupción de la inteligencia artificial en la creación artística, defendiendo la imperfección humana frente a la precisión mecánica. Sin embargo, sus reflexiones sobre la IA quedaron eclipsadas por la reacción global a su mensaje: elogiar la cultura rusa mientras se ignora la tragedia que vive Ucrania y se ofrece colaboración a un régimen en guerra activa.
Este episodio recuerda que la fama y la creatividad no eximen a los artistas de la responsabilidad ética. La pregunta que queda en el aire no es solo si Woody Allen rodará en Rusia, sino si la comunidad cultural internacional está dispuesta a normalizar la presencia de figuras reconocidas en escenarios donde la violencia y la opresión marcan la vida cotidiana. La historia de la guerra y la propaganda demuestra que el arte, por más independiente que aspire a ser, rara vez es inocuo. @mundiario