
“Delgado de contextura, con la frente limpia y tersa, sobre la cual se alzaba, rebelde, el obscuro cabello echado hacia atrás y que parecía no tener otro peine que la mano indolente que solía mesarlo; cejas arqueadas, espesas y negras, ojos grandes y salientes como si se escaparan de las órbitas; nariz pequeña y afilada; boca chica, de labio inferior grueso y caído, ornada por un bigote recortado en los extremos; barba aguzada y con hoyuelos; siempre vestido con levita obscura de largos faldones, rápido en el andar y algo dificultoso en su palabra. Triste en el fondo, pero jovial y punzante en sus frases, sensible como un niño y leal como un caballero antiguo…”. Con estas palabras describió el reconocido poeta Juan de Dios Peza a su amigo Manuel Acuña, el poeta de Saltillo, en el prólogo que escribió para la edición de sus “Obras”.
El inicio de la literatura saltillense se remonta a Manuel Acuña y algunos poetas menores contemporáneos suyos, seguidos de los dramaturgos de la década de 1860. El 25 de julio se cumplieron 176 años del nacimiento de Manuel Acuña. Nacido en 1849 en el seno de una familia saltillense, católica y conservadora. Aprendió de su padre las primeras letras y después el profesor Melitón Martínez lo guio para ingresar al Colegio Público, antes llamado Josefino, bajo la rectoría del padre Manuel Flores.
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Saltillo era entonces una ciudad pequeña, de casas de adobe alineadas, sin escudos ni blasones. Las guerras de independencia, lograda ésta apenas 28 años antes, habían dejado devastado al país. La familia se componía de 13 hermanos y Manuel era la esperanza de sus padres. En diciembre de 1864, apenas cumplidos los 15 años, lo enviaron a la Ciudad de México. Ese mismo año, Saltillo había sido tomado por las tropas francesas. En la capital ingresó al Colegio de San Ildefonso, donde continuó la preparatoria y posteriormente se inscribió en la Escuela de Medicina.
Allá se integró al ambiente cultural que renacía con el triunfo de la República y se adhirió a las sociedades literarias y científicas que reunían a los poetas jóvenes, discípulos de Ignacio Ramírez “El Nigromante” y de Ignacio Manuel Altamirano. Ahí lee sus composiciones poéticas y hace amistad con los poetas Manuel Flores y Juan de Dios Peza, quizás su mejor amigo. También es amigo de Justo Sierra, Gabino Barreda y Guillermo Prieto. Conoce a Rosario de la Peña, frecuenta las tertulias de su casa, y se enamora. Ella no le correspondió nunca.
Seis años después, se entera de la muerte de su padre por un periódico de Saltillo, “La Linterna de Diógenes”. Su fallecimiento le deja sin ningún apoyo económico. Hace trabajos de corrector en la imprenta de Ignacio Cumplido y escribe obras por encargo, siempre mal pagadas. Las penurias económicas hacen mella en su espíritu y empieza a vivir la dualidad entre la vida y la muerte, hasta que sucumbe ante esta última. Probablemente aquejado por terribles pensamientos y para salvarse del sufrimiento en que se había convertido su vida, decidió segarla cuando sólo tenía 24 años.
La obra de Manuel Acuña refleja con intensidad su sensibilidad lírica, emotiva y temperamental, intensidad que sigue impresionando al mundo crítico y literario a 152 años de su fallecimiento. Sin aferrarse a ideales estéticos, sus poemas han pasado la barrera del tiempo. El que sean reimpresos constantemente, y el “Nocturno” que dedicó a Rosario, interpretado en piezas musicales de distintos géneros, es señal de su pertinaz valor para sobreponerse a las modas.
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El gobierno municipal de Saltillo honra su memoria cada año con la Presea Manuel Acuña, significativo reconocimiento que otorga a un ciudadano saltillense destacado como creador o promotor del arte y la cultura local. Esta presea es el máximo galardón a nivel cultural que se entrega a personas que han desarrollado su trabajo en Saltillo.
El gobierno de Coahuila, por su parte, otorga el Premio Internacional Manuel Acuña en Lengua Española a un destacado creador de cualquier nacionalidad por su obra y trayectoria poética. Ambos reconocimientos remiten a las palabras de Jaime Torres Bodet: “Un homenaje a Acuña es siempre motivo de honra y de amor, porque encierra una reintegración dentro de la poesía pura de los románticos, de la que por desgracia nos hemos apartado demasiado”.