
Usar un solo adjetivo para caracterizar la naturaleza esencial de cualquier grupo humano constituye no sólo una generalización injusta y errónea, sino también la muestra de un simplismo fruto de la ignorancia en el mejor de los casos, o de la mala fe, en el peor. Pintar a la cristiandad mundial de un solo color es tan aberrante como hacer lo mismo respecto al mundo musulmán, al judío, al budista o al hinduista. Como también es absurdo, incorrecto y probablemente malintencionado el hacer uso de adjetivos contundentes para describir cómo son los mexicanos o los chinos, o qué tan inteligentes son los hombres en contraste con las mujeres.
En estos momentos, cuando hay tanta agitación en Oriente Medio debido a los conflictos bélicos que están en curso, resulta sin duda útil hacer un ejercicio de comprensión de las tendencias que se muestran en los liderazgos populares y regímenes políticos con mayor incidencia en lo que ocurre en esa región, a saber, los identificados como islámicos. Puede afirmarse que, más allá de la división sunismo-chiismo, existen hoy dos rutas contrapuestas, inspiradas por perspectivas que difieren en cuanto a sus premisas básicas. Está la parte del islam que ha optado por convivir de manera tolerante y civilizada con quienes no viven bajo el imperio de la religión musulmana, y en contraposición, los regímenes y organizaciones armadas que militan bajo la convicción, asumida de manera especialmente ferviente, de que todos los que no comparten con ellos sus mismas creencias y prácticas religiosas son enemigos –infieles, herejes, paganos– a quienes hay que destruir, someter o convertir.
Un primer recuento, de acuerdo con ese criterio, indica que en el bloque de los intolerantes y radicales están, sin duda, los talibanes que gobiernan en Afganistán, la organización Al-Qaeda, sus derivaciones como ISIS o Daesh y sus ramificaciones en territorio africano como Boko-Haram, que opera en Nigeria y Al-Shabab en Somalia, a los que se agregan los movimientos salafistas, especialmente activos en Pakistán. Esta misma corriente fanática, pero desde una matriz chiita, tiene su más sólido bastión en Irán bajo el comando del régimen de los ayatolas, el cual ha logrado a lo largo de los últimos 45 años construir brazos armados o proxys como Hezbolá en Líbano, Hamás en Gaza y los hutíes en Yemen. Para los miembros de este bloque radical el objetivo prioritario es el de la lucha contra los infieles y la expansión por cualquier medio de la fe islámica tal y como ellos la entienden. Se trata de una misión sagrada de carácter mesiánico, digna de cualquier sacrificio. El elogio de los mártires que se suicidan en atentados contra los infieles es una de las pruebas de la férrea convicción que anima a sus devotos seguidores.
En cambio, hay múltiples corrientes del islam que han optado por emprender una ruta diferente. Desde luego, millones de musulmanes que residen hoy en Occidente han abrazado la convivencia con sus conciudadanos no musulmanes de manera respetuosa y pacífica. Como también en estos últimos años se ha registrado un cambio notable en monarquías del Golfo Pérsico como Arabia Saudita, bajo el mando de Mohamed bin Salman, y Emiratos Árabes, conducidos por la dinastía Al-Zayed, que han emprendido un acercamiento notable con Occidente bajo la convicción de que lo prioritario no es matar infieles, sino mejorar las condiciones de vida de sus pueblos, interactuando pacíficamente con el resto del mundo.
Nota: Hace unos días se publicó en este diario un texto escrito por el subsecretario de Gobierno de la Ciudad de México, Fadlala Akabani. El autor, funcionario de alto nivel de nuestra ciudad, incurre en el grave error de arrogarse la facultad de determinar quiénes forman un pueblo de manera legítima y quiénes no. Pasa por alto que el principio de autodeterminación de los pueblos, aceptado dentro del derecho internacional, es el que legitima que, por ejemplo, los 40 mil judíos que vivimos en México nos definamos y asumamos como tales, sin importar la diversidad de nuestra procedencia o nuestro grado de religiosidad, que incluso puede ser nulo. Y lo mismo opera para los 16 millones de judíos que habitan en nuestro planeta. El señor Akabani, por más autoridad que tenga en asuntos de nuestra urbe, no tiene las facultades ni la capacidad de pontificar respecto a quién es un judío verdadero y quién no, o si el Estado de Israel cuenta con los requisitos para tener el derecho de existir.