
La liberación de Israel Vallarta tras casi 20 años de prisión sin sentencia es una herida abierta en el rostro del sistema de justicia mexicano. Es también el retrato fiel de lo que el Estado puede arrebatarle a un ciudadano: no sólo su tiempo y su libertad, sino también sus afectos, su reputación, su salud, y la posibilidad de una vida plena. El 1 de agosto de 2025, al salir del penal del Altiplano, Vallarta no sólo se convirtió en símbolo de la supervivencia ante uno de los montajes judiciales más infames del país, sino también en el portavoz involuntario de miles de personas atrapadas en idéntica indefensión.
Detenido en 2005 y acusado de secuestro junto a Florence Cassez, Vallarta fue víctima de una puesta en escena policial transmitida en televisión nacional, violando principios elementales como la presunción de inocencia y el debido proceso. Su historia fue recreada con minuciosidad documental y fuerza ética por Jorge Volpi en Una novela criminal, Premio Alfaguara de Novela 2018, donde el autor muestra el costo humano detrás del espectáculo de la justicia punitiva: tortura, fabricación de pruebas, impunidad y vidas truncadas por un sistema que, lejos de proteger, victimiza.
Pero el caso de Israel Vallarta, por brutal e indignante que sea, no es único. A finales de 2024, de acuerdo con datos oficiales del Inegi, 36.3% de las personas privadas de la libertad en México, es decir, 85,547 de un total de 236,773, aún no contaban con sentencia. Son miles de historias de espera y desgaste, con 38% en prisión preventiva justificada y 47% en prisión preventiva automática por el tipo de delito. Más de 40% de estos hombres y mujeres —y 43.6% en el caso de ellas— llevan más de un año sin que un juez defina su situación jurídica. Se trata, literalmente, de vidas en suspenso, de proyectos y familias rotas, mientras el Estado pospone indefinidamente el acto mínimo de justicia: dictar sentencia.
La vida robada a Israel Vallarta —la juventud, la paternidad, la posibilidad de decidir su propio destino— jamás será restituida. A diferencia de Florence Cassez, exonerada hace más de una década por las irregularidades en el caso, Vallarta rechazó incluso la amnistía presidencial para agotar todas las vías legales y demostrar su inocencia. “Sigo creyendo que hay justicia… No permitamos que sigan destruyendo al país”, ha dicho, aunque sabe mejor que nadie que ninguna compensación puede devolverle lo perdido.
La novela —documento de Volpi— obliga a voltear la mirada hacia ese país real donde la privación de libertad sin sentencia es regla y no excepción, y donde la justicia casi siempre llega tarde, cuando ya nada puede devolverse. La liberación de Vallarta no es el final feliz de un caso mediático: es un reclamo urgente, un punto de inflexión para quienes aún esperan —85 mil personas en el limbo legal— que la democracia mexicana pague la deuda de su libertad y su dignidad arrebatadas.