
Me dejaron en la puerta del Seminario Menor con mi maleta y un beso en la frente. Dos monos con sotana negra me recibieron; si no fuera por la banda azul en la cintura, parecerían de los de Matrix. Uno anotó mis datos en una hoja y el otro revolvió mi maleta para revisar. Que si no traía alcohol o drogas, preguntó. Está bien que mi bigote de chocomilk me hacía ver más grande, pero no tanto como para comprar nada de eso. Me mandaron a un salón grande donde estaban los demás. Unos platicaban en bolitas; otros, como yo, no sabíamos ni dónde poner la mirada.
Un sacerdote llegó a poner orden. Se presentó junto con los malencarados que lo acompañaban. Que Dios nos puso ahí, que somos parte de su plan y teníamos que estar orgullosos de haber sido elegidos de entre nuestra comunidad, decía. Se fue y nos dejó con el menos amargado de los seminaristas. Nos sentaron formando un círculo para presentarnos entre nosotros: teníamos que decir nuestro nombre y de dónde veníamos. Después, recordar el nombre de todos los que se habían presentado antes. Odio esas dinámicas forzadas. Nunca he entendido esa obsesión por memorizar cosas. Los que no venían de un grupo religioso eran monaguillos en alguna iglesia. Rubén era de la iglesia del Espíritu Santo y Eduardo, de la Catedral.
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A Eduardo, lo conocía de los Scout, nos tocó en el mismo grupo para lavar platos. Al principio no estaba seguro de que fuera él, pero lo supe cuando le vi la cara como de dibujo de Nickelodeon. Hay gente bonita-bonita, como Belinda, que parece dibujada para Disney. Él más bien era bonito como un personaje chueco de Rugrats, con espinillas. Se quejaba por lavar trastes y tener que sacar agua en tinas porque estaba descompuesta la bomba. Llevaba dos platos y ya estaba todo mojado. Decía que su familia no lo mandó ahí para que “lo trajeran de gato” y que si no tenían monjas o algo así para que hicieran esas cosas. Yo me reí y comenzamos a bromear. No sé si se acordaba de mí, pero era el único que me había hablado.
—Me dicen Edo. Tú eres Marcelino Pan y Vino, ¿verdad?
Al terminar de arreglar la cocina fuimos a los dormitorios. Todos corrieron hacia una cama; Edo y yo nos quedamos parados.—No hay pedo, es mejor en el piso. Mi hermano vino el año pasado y dijo que a uno se le pegaron los piojos, están bien cochinos los colchones.Detrás llegaron los agentes de Matrix para darnos un colchón delgadito y cobijas. Antes de dormir, como en los Scouts, Edo se puso a contar chistes en voz bajita. Yo estaba como a tres lugares de él y no podía contener la risa. Con un almohadazo, un seminarista terminó su sesión de stand up y lo cambió a mi lado. Ya con el dormitorio en silencio, cerré los ojos.—Extraño a mi novia —me despertó Edo.—Nada más de acordarme y se me pone bien dura, mira —dijo señalando el bulto en las cobijas. Hice como que no veía y le pregunté cuánto tiempo tenía con ella. Que dos meses. Apenas me iba a platicar dónde la conoció y llegó un “agente” a callarnos con la amenaza de sacarnos a dormir al pasillo.
Todavía no salía el sol y ya estábamos escuchando la voz chillona de Rubén, gritando que nos habíamos quedado dormidos.—Pinche joto —bostezó Edo.El delator fue premiado conduciendo la oración del desayuno.—Y si me permiten, quisiera encomendarnos a María Santísima también.Todos voltearon los ojos mientras él se desvivía declamando una oración poco conocida con ademanes como de geisha.
Durante el día nos dieron clases sobre el sacerdocio. Entre historias de santos y diapositivas gastadas, nos vendían la santidad de la vocación religiosa. A los que ya habían sido monaguillos les pidieron contar alguna historia que los hubiera marcado. Rubén se deshizo contando trabajos altruistas en colonias marginadas, hablando de la luz en los ojos de los niños, de la santidad de su párroco. Edo habló de la vez que le dolió la panza por los dulces duros que se comió en una posada comunitaria. La tarde fue libre, lo que significaba solo una cosa: fútbol.
Edo se puso solo de capitán y me eligió primero. Nunca me había pasado. Sentí un calorcito en el pecho y los cachetes. Le dije que me pusiera de portero porque no era nada bueno; me dijo que los dos íbamos a ser delanteros. Perdimos, pero no como en el colegio, en ceros, nos ganaron solo por uno. Yo no metí ningún gol, pero mi pata no estuvo tan chueca y ayudé a concretar algunos, me sentía Maradona. Rubén estuvo todo el tiempo bajo la sombra de un árbol flaco, se escondía tras la Biblia para ver cómo Edo lo dejaba todo en la cancha, de vez en cuándo se paraba para estirar las piernas: parecía una delicada garza alzándose en el pantano.
Los siguientes días fueron parecidos: oraciones y juegos. Una noche, después de que comprobaron que Rubén estaba dormido, armaron una competencia para ver quién tenía más pelos en la axila y en el pubis. El primero fue un empate entre monaguillos; el segundo, lo ganó uno de Parras. Estoy casi seguro que Rubén tenía un ojo abierto.
El último día, durante el desayuno nos avisaron que iríamos al Seminario Mayor a bañarnos: la pila ya estaba vacía. Mientras el Seminario Menor bien podía servir de escenario para cualquier película de terror, el Mayor serviría para un filme de gringos universitarios, estaba vacío por las vacaciones decembrinas. Nos llevaron a las regaderas, era un cuarto grande sin divisiones. Teníamos treinta minutos para ir a la capilla a la Adoración del Santísimo.
Algunos se encueraron como si estuvieran en su casa y corrieron a una regadera. Yo me quité la ropa como en las clases de natación; Edo y Rubén hicieron lo mismo: con la toalla en la cintura, sacas el pantalón y los calzones por abajo, al final la camiseta. Quería ver hacia algún lugar donde no hubiera gente encuerada, pero no podía. Uno de los matrix le dijo a otro que no había suficientes regaderas, que nos llevaran a los que faltábamos a los cuartos de los seminaristas para estar a tiempo en la capilla.
El camino estaba minado de imágenes religiosas, copias de pinturas que había visto en la clase de arte y me daban miedo. En todas había sangre, sufrimiento, y tenían una mirada que condenaba lo que aún no pasaba. A Rubén, Edo y a mí nos metieron a un cuarto. Dijeron que en el baño había shampoo y teníamos 20 minutos para estar listos. Rubén preguntó quién se quería meter primero. Edo brincó a la cama y se le abrió la toalla.—¿Qué me ves, pinche mañoso? —le dijo a Rubén—. ¿No habías visto un pito? Seguro la tienes de bebé —decía mientras se la agarraba.Rubén estaba callado, rojo como tomate, y no se movía.—Sácatela, total, todos tenemos lo mismo, ¿no? ¿O eres como una Barbie? Aquí todos somos hombres, ¿verdad, Pan y Vino?—Sí, a huevo —contesté, tratando de esconder mi incomodidad.—¿Ni se te para todavía, verdad? —le dijo, levantándose de la cama, erecto—. ¿Qué, no eres hombre?Rubén asintió y se aferró a la toalla en su cintura.—Así la tienen los hombres. A ver si tú la tienes así.Empezaron a forcejear. Edo quería quitarle la toalla; lo aventó a la cama y se le montó sobre la cara.—Te presento a los huevos que te faltan —le decía mientras se los restregaba en la cara.Rubén logró librarse y se metió al baño corriendo.
—Pinche puto —murmuró Edo.—¿A ti sí se te para? —me dijo, todavía con un tono agresivo.Le contesté que sí. Lo sabía por las competencias en la cuadra.—¿Y te sale leche?Pensé que era otra de sus bromas.—¿Cómo me va a salir leche? —dije en según yo en mi tono cool. —Nada más a las morras les sale de las chichis.—Estás bien pendejo —dijo como si guardara las respuestas del mundo.En eso, tocaron la puerta diciendo que teníamos que estar listos en 10 minutos. Rubén salió casi corriendo del baño, ya vestido, y dio un portazo.—En chinga, hay que meternos los dos porque si llegamos tarde a la Adoración nos van a dejar sin comer.Nos metimos a la regadera junto con su erección.—Sí, mira, tú nada más haces para adelante y para atrás el pellejito, así, rápido. Pero no tanto porque luego te duele. Mira, a mí ya me quiere salir poquita. Me sale mucha, pero ya no tenemos tiempo. Hazle, para que veas que se siente rico.Yo invocaba la confianza de los que estaban en las regaderas y lo imité.—Más rápido, no se te va a caer. Mira —y puso su mano sobre la mía para enseñarme—. ¿Verdad que se siente bien chido? —me dijo casi al oído. No contesté. El corazón se me quería escapar. Un olor raro opacó al del jabón barato y acabó por nublar la regadera.
—¡Todos a la capilla! —gritaron al tocar la puerta, esta vez más fuerte.Nos enjuagamos y salimos más rápido que Rubén.En la capilla nos dijeron que teníamos que estar en oración durante una hora. Podíamos rezar cualquier cosa o un rosario, pero teníamos que orar todo el tiempo. La pestilencia en mis manos se podía dibujar.—Te busca el padre.Ya valió. No sé si me van a dar de latigazos o qué. Seguro ya saben todo. Pinches seminaristas vieron todo lo del cuarto. En el camino pensaba ochenta mil escenarios, las miradas de los cuadros me apedreaban. Sentí como si el seminarista me empujara al confesionario y caí de rodillas.
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—Ave María Purísima.—¿Amén?—Tienes que decir “Ave María Purísima”. Junta las manos en oración — me huelen como a los puestos del mercado, a cloro y vísceras. Pido perdón y obedezco, como siempre…
Al terminar la confesión, el padre me dijo que regresara a la capilla, que pidiera perdón por mis faltas. Saliendo del confesionario, un matrix me dijo que habían estado observando mi desempeño en el retiro y que el seminario me esperaba: hablarían con mis papás para que me integrara en verano. Que pagarían la prepa. Que tendría todo lo necesario para concentrarme en mi vocación. No dije nada. Quería escapar. Regresé a la capilla y no podía dejar de llorar. Uno de los matrix pasó y me tocó el hombro. Le devolví una sonrisa tiesa.
Regresamos al seminario y ya no me senté con Edo, tampoco adelante con Rubén. Me quedé en medio y cerré los ojos para parecer dormido hasta que llegamos al Seminario Menor. Ya nos esperaban nuestras familias en la puerta. Abracé a mi mamá y me deshice en lágrimas, entramos a misa y, al terminar, un par de seminaristas le hablaron sobre mi “llamado”. Ella me veía de reojo, parecía leerme la mente. ¿Cómo iba a estar en un lugar en el que se puede hacer tanto daño y ser perdonado con una oración? —Pensaba.
—¿Regresarías? —me preguntó en el coche.—Claro que no.
El colegio donde estudiaban los seminaristas estaba cerca de mi casa. Ahí hice la prepa, pero era de los rebeldes que se oponían a las oraciones. Ni Rubén ni Edo entraron. A Edo lo vería como a mis 20 años, un 6 de agosto, en la fiesta de Catedral. Tocaba el violín junto a la figura del Santo Cristo de la Capilla, patrono de la ciudad. Se me quedó viendo unos segundos —estoy seguro de que me reconoció— y volteó hacia otro lado.
MÁS SOBRE JULIUS LEWANDOWSKI
Juliusz Lewandowski, nacido en Varsovia en 1977, es un pintor autodidacta y uno de los pocos creadores de arte erótico en Polonia. Debutó como ilustrador de Los cantos de Maldoror de Lautréamont y las obras del Marqués de Sade, marcando desde entonces una trayectoria provocadora y reflexiva. Gran parte de su pintura contiene hilos autobiográficos que funcionan como pretexto para abordar problemas universales de la naturaleza humana. En la actualidad, su obra también explora temas sociales y morales, con referencias históricas como la Revolución Francesa, la Guerra Civil Española o la República de Weimar, y comentarios críticos sobre la situación contemporánea en Polonia. Además de escenas de género multifacéticas, Lewandowski pinta retratos íntimos con naturalezas muertas que a menudo ofrecen una clave interpretativa para la anécdota que encierra cada cuadro. Su principal fuente de inspiración es la tradición de la pintura figurativa del siglo XX, especialmente el expresionismo, la Neue Sachlichkeit, el cubismo y la pintura rusa.