
viernes 01 de agosto de 2025
La primera película del productor y ahora director David Matamoros, ¿Quién quiere casarse con un astronauta? (2024), se desplaza por los caminos familiares de la comedia romántica clásica, con una hoja de ruta reconocible y una puesta pensada para un consumo estacional. El planteo se distingue ligeramente al reemplazar la fórmula heteronormada por una pareja masculina: un diseñador de interiores (Raúl Tejón) recorre la Ruta 66 con la intención de casarse con quien sea, luego de ser abandonado por su pareja durante quince años (Alejandro Nones).
La premisa inicial sugiere una apertura hacia giros inesperados o zonas narrativas menos exploradas. Sin embargo, el relato mantiene el curso dentro de las convenciones del género, con un desarrollo previsible que opta por la comodidad antes que la exploración dramática.
El guion articula momentos de ingenio, en especial cuando interpela al espectador con referencias metacinematográficas que evocan clásicos como Pretty Woman, o al construir un protagonista cuya visión del amor está moldeada por películas de Julia Roberts y Sandra Bullock. Aun así, la narración se abstiene de profundizar en las grietas emocionales que podrían complejizar el relato. El conflicto de fondo —la ruptura de una relación larga— se resuelve con diálogos que remiten más a un manual de autoayuda que a una confrontación real de sentimientos. La llegada a Las Vegas, con su estética de neón y capillas temáticas, queda relegada al rol de postal escénica antes que de punto de inflexión.
Uno de los elementos más distintivos del film es su tratamiento de las relaciones homosexuales desde una perspectiva desdramatizada. No hay conflicto identitario ni rechazo social: los personajes queer existen sin necesidad de justificar su presencia o su orientación. Viven, aman, se equivocan y discuten compromisos como cualquier pareja. Esta normalización representa un gesto político en sí mismo, aunque queda supeditada a una estructura narrativa convencional, con triángulos amorosos previsibles y secundarios que funcionan como recurso humorístico más que como personajes autónomos. La supuesta militancia LGTBTIQ+ se diluye en la presencia cuantitativa de diversidad, sin traducirse en una exploración sustancial de tensiones internas o contradicciones.
La puesta en escena es eficaz: el ritmo mantiene la agilidad durante los 100 minutos y el tono general evita cualquier densidad innecesaria. Raúl Tejón entrega un personaje con matices y presencia escénica, mientras que Raúl Fernández y Alejandro Nones no logran desarrollar del todo sus roles debido a las limitaciones del guion. La química entre los intérpretes varía, más sólida en las escenas de comedia que en los pasajes de conflicto emocional. Desde lo visual, la película ofrece atractivas postales del desierto estadounidense y de moteles de ruta, aunque sin una propuesta fotográfica que deje huella.
El título remite a un muñeco plástico adquirido en el Área 51, souvenir que condensa el espíritu del film: una promesa inicial que, en su desarrollo, se resigna a cumplir una función decorativa. Como ese objeto de feria, ¿Quién quiere casarse con un astronauta? entretiene, cumple, pero no despega.
La película se integra a una corriente de cine LGTBIQ+ que busca alejarse de los relatos centrados en el sufrimiento, proponiendo un modelo de representación más cotidiano. En ese gesto reside su mayor aporte. No obstante, su resistencia a desafiar las convenciones del género romántico y la oportunidad desaprovechada de profundizar en las complejidades del amor a largo plazo dejan una sensación de superficie. Un film correcto que propone una ruta conocida, pero sin trazar caminos nuevos.