
viernes 01 de agosto de 2025
Montecristo (2023) reinterpreta la venganza de Alejandro Dumas desde el lenguaje del poder corporativo y la retórica tecnológica. La trama sigue a Alejandro Montecristo, un empresario de origen cubano que irrumpe en la élite madrileña al frente de una startup en ascenso y una biografía sellada por el misterio. Su irrupción no es fortuita: tras ese rostro público se oculta un plan calculado para ajustar cuentas con quienes lo traicionaron veinte años atrás.
La puesta en escena combina melodrama y pulcritud ejecutiva. La acción transcurre entre despachos vidriados, reuniones de inversión, embajadores y figuras del poder económico. Todo se mueve por interés. El suspenso, los conflictos e incluso los planos aéreos parecen diseñados para cumplir con una fórmula. La tensión está coreografiada. Sin embargo, el relato avanza con ritmo, sostenido por el carisma de William Levy y una estructura narrativa que respeta el molde original.
En el fondo, asoma un subtexto político intersante pero que nunca termina de desplegarse en términos narrativos. El protagonista, como figura del migrante devenido en empresario, representa un sujeto que retorna a una Europa institucionalmente rígida, pero lo hace con capital y poder simbólico, intentando reconfigurar las lógicas de pertenencia y dominación. En lugar de confrontaciones épicas o armadas, el conflicto se desplaza hacia los lenguajes del capitalismo financiero: adquisiciones empresariales, estrategias bursátiles y negociaciones de alto nivel que ponen en jaque a una aristocracia tradicional, obligada a redefinir su lugar en el tablero. La tensión, sin embargo, queda sugerida y no logra articularse plenamente como motor dramático.
Montecristo no propone riesgos, pero logra su cometido. Toma un clásico, lo aggiorna con lógica de plataforma y lo convierte en un producto de consumo rápido, eficaz y sin sobresaltos.