
En Mi año en Oxford (My Oxford Year, 2025), la actriz y cantante Sofía Carson interpreta a Anna, una joven hija de inmigrantes latinos que ha trazado una ruta de éxito académico y profesional: graduada en Cornell y con una prometedora carrera en Goldman Sachs, su estadía en Oxford debía significar un año de exploración intelectual y autoconocimiento. Sin embargo, lo que comienza como un relato de empoderamiento femenino termina subordinado a la narrativa de un hombre británico atormentado.
La historia adapta una novela juvenil homónima y se articula como una combinación de géneros: comedia romántica de choque cultural, drama de enfermedad terminal y relato iniciático. Esa triple intención termina siendo su mayor obstáculo. Ninguno de los componentes se desarrolla con profundidad, y el guion apuesta a una acumulación de lugares comunes que debilita la progresión dramática.
La primera parte del film construye una atmósfera liviana con escenas que remiten al repertorio de enredos románticos: charcos inoportunos, tensiones amorosas predecibles y un catálogo de situaciones propias del cine anglosajón juvenil. Pero la irrupción de una enfermedad terminal a mitad del metraje tuerce el tono hacia el melodrama lacrimógeno. Ese viraje desarticula el relato, reduce los temas centrales a frases de impacto y transforma la relación entre los protagonistas en una excusa narrativa.
El mayor desajuste radica en la representación de Anna. Su deseo de estudiar poesía victoriana y sus tensiones internas —entre el mandato familiar y sus propias pasiones— se diluyen frente a la irrupción del personaje masculino, Jamie (Corey Mylchreest), un profesor de familia aristocrática que concentra la atención del segundo acto. La protagonista queda relegada a ser vehículo de redención para él, en un esquema que invisibiliza su conflictividad inicial y cancela cualquier posibilidad de desarrollo autónomo.
Visualmente, Oxford aparece como postal turística: bibliotecas neogóticas, jardines, puentes y pubs, pero sin articulación narrativa con el conflicto interno de Anna. La ciudad no opera como espacio simbólico, sino como fondo decorativo. Los personajes secundarios, por su parte, refuerzan estereotipos: el amigo extravagante, la colega intensa, los académicos excéntricos. Entre ellos, solo el personaje de Charlie (Harry Trevaldwyn) logra trascender el arquetipo mediante un humor ácido que aporta relieve en medio del tono edulcorado.
La película también perpetúa códigos conservadores disfrazados de empoderamiento: en una escena, Anna rechaza con gesto de superioridad moral una insinuación sobre el Barrio Rojo de Ámsterdam. Esa intervención explicita un modelo de heroína “correcta” que, lejos de romper con convenciones, las reafirma.
El vínculo entre Carson y Mylchreest no alcanza a sostener el peso emocional que requiere el giro dramático. Ambos entregan interpretaciones contenidas, pero la construcción de sus personajes carece de matices. Anna se define por su amor a la literatura (“adoro el olor de los libros antiguos”) sin que ese rasgo adquiera relevancia real en su arco narrativo. Jamie representa el clásico británico emocionalmente inaccesible, atrapado en un dolor privado que nunca se desarrolla con densidad.
Mi año en Oxford parece anclada en fórmulas narrativas de otra década: protagonistas femeninas que se autodefinen por lo que no son, romances con fecha de vencimiento y lecciones vitales empaquetadas. Aunque intenta capturar la sensibilidad de historias como Bajo la misma estrella, el resultado se limita a una acumulación de citas vacías, sin conflicto real ni profundidad emocional. El año en Oxford prometía ser una experiencia transformadora; lo que ofrece la película, en cambio, es un itinerario ya conocido donde la universidad, la poesía y la protagonista son apenas elementos decorativos.