
En el mapa cada vez más homogéneo del streaming global, acceder a propuestas de cine independiente europeo resulta una tarea poco frecuente. Mucho más si se trata de una producción finlandesa, de bajo presupuesto, con estética cruda y discurso inquietante. Ese es el caso de Kyrsyä Tuftland (20170, una mezcla de thriller rural, folk horror y alegoría social, que se abre paso entre el algoritmo y la dispersión de contenidos para plantear un relato incómodo sobre reproducción, poder y aislamiento.
La película sigue a Irina (Veera W. Vilo), una estudiante de ingeniería textil de Helsinki que, en un intento por escapar del desencanto profesional y personal, acepta un trabajo estacional en Kyrsyä, un pueblo remoto y autosuficiente. La llegada a ese territorio agreste, tras un viaje en ómnibus y una caminata guiada por el peculiar predicador Pertii (Miikka J. Anttila), marcará el ingreso a una comunidad dominada por reglas propias, ancestrales y profundamente inquietantes.
En Kyrsyä no hay niños. Tampoco electricidad confiable. La energía depende de la fuerza bruta de Mauno (Jari Manninen), un hombre deformado y sexualmente voraz que permanece encerrado. La comunidad, regida por una lógica de reproducción sin disidencias y jerarquías matriarcales, recibe a Irina como potencial solución a una carencia urgente: gestar nuevas vidas. El trabajo prometido se reduce a la confección simbólica de pompones de lana, y su libertad queda restringida bajo una vigilancia constante.
Lo más perturbador del film no es su violencia explícita (que apenas se insinúa), sino la construcción de un universo regido por principios comunitarios que tensan la idea de civilización. Los pobladores se rigen por un código moral propio, ajeno a toda norma exterior. La autosuficiencia material se combina con una visión del deseo como bien común, sin distinción de género ni consentimiento individual. Irina se ve enfrentada no solo al encierro físico, sino también al dilema ético de ese sistema cerrado que, aunque brutal, tiene su propia coherencia.
Entre los personajes secundarios destaca Maaria (Saara Elina), una joven del pueblo que ofrece cierta empatía, pero reproduce el sometimiento al orden jerárquico sin cuestionarlo. Inkeri (Mirja Oksanen), en cambio, representa el castigo social: vive ciega y desterrada por una falta materna, aunque sigue creyendo en el amor de la comunidad que la expulsó. Ambas figuras funcionan como espejos de lo que podría depararle a Irina si decide resistir.
Con ritmo pausado, dirección precisa y una puesta austera, Kyrsyä Tuftland despliega una reflexión tensa sobre la disconformidad contemporánea. Irina no encuentra libertad ni en la ciudad ni en el campo. La opresión urbana de Helsinki es reemplazada por una claustrofobia rural aún más perturbadora. La película, entonces, se inscribe en un tipo de cine que cuestiona la idealización del regreso a lo primitivo, y al mismo tiempo, expone la fragilidad de los discursos de emancipación personal en contextos sin salida.
Sin recursos técnicos sobresalientes, con maquillaje limitado y encuadres por momentos irregulares, el film logra sostenerse gracias a la actuación sólida de Veera W. Vilo y la dirección de Roope Olenius, quien aporta una mirada inquietante y sin concesiones. Un cine incómodo, ajeno al mainstream, que exige atención y lectura crítica.