
Denunciar un genocidio no es antisemitismo. Nombrar como una masacre lo que ocurre en Gaza no es un acto de odio al pueblo judío, es una obligación ética ante la barbarie. La propaganda intenta silenciar cualquier crítica al gobierno de Israel bajo la etiqueta infame de antisemitismo. Exigir responsabilidades a un Estado, a un gobierno, no equivale a atacar a una religión ni a un pueblo.
Lo que ocurre en Gaza no es una guerra, no es una operación militar y, mucho menos, legítima defensa. No lo es cuando una de las partes lanza misiles contra campos de refugiados, corta el acceso al agua, electricidad y alimentos a dos millones de personas, en su mayoría niños y mujeres. Gaza no es un escenario de batalla, es un campo de exterminio auspiciado por la inacción global y la complicidad.
Aquellos que alzan la voz y denuncian las atrocidades que se están cometiendo reciben inmediatamente una etiqueta: antisemita. Benjamin Netanyahu y sus aliados han buscado, convenencieramente por décadas, borrar cualquier distinción entre judaísmo, sionismo y Estado de Israel. El gabinete actual está conformado por figuras de ultraderecha religiosa y nacionalista que promueven las políticas más radicales en décadas y no todo el pueblo israelí está a su favor. Basta ver las protestas al interior de Israel.
Netanyahu y sus secuaces hacen creer que el sionismo es una ideológica monolítica y no es así. Existen corrientes progresistas, conservadoras y extremistas. El gobierno actual sólo es una facción de lo que es, verdaderamente, el pueblo judío. Tampoco todos los judíos son sionistas.
En Nueva York, Londres, París y demás capitales judíos ortodoxos protestan con pancartas que dicen: “No en nuestro nombre”. Organizaciones como Jewish Voice for Peace, junto con científicos e intelectuales judíos, son de las voces más firmes en defensa del pueblo palestino. El criminal en esta historia es el gobierno de Israel, encabezado por Netanyahu, no el pueblo judío.
Confundir y dejar en la ambigüedad antisionismo con antisemitismo blinda al gobierno de Israel de cualquier crítica y parece que lo vuelve exento de respetar el derecho internacional. En Europa y Estados Unidos se llegó al extremo del absurdo prohibiendo manifestaciones en favor de Palestina, argumentando la imbecilidad de que podría terminar en discursos de odio. Censurar las protestas que permiten perpetuar la impunidad, criminalizar la solidaridad, es complicidad. Punto.
GAZA MUERE LENTAMENTE
Mientras los gobiernos se pierden en eufemismos, Gaza muere a cada minuto. Casi 50 mil personas enfrentan hambre extrema, una de cada tres pasa días enteros sin comer. Más de 100 mil niños sufren desnutrición aguda grave. No hay comida, no hay medicinas, no hay leche ni hospitales. ¿Cómo es posible morir de hambre en pleno siglo XXI? ¿Cómo nadie hace nada? Frente a las imágenes de los cuerpos esqueléticos y las miradas moribundas sólo se responde con discursos vacíos, llamados a nada, negociaciones interminables y la cobardía.
El mismísimo Donald Trump, poco dado a la autocrítica, admitió lo evidente frente a la hambruna en Gaza y se desmarcó del primer ministro de Israel (acusado de crímenes de lesa humanidad por la CPI), quien insiste en negar la crisis humanitaria. Trump aseguró que van a intervenir, ¿pero cuándo?, ¿cómo? Esos miles de niños no tienen más días para esperar.
El hambre y las bombas matan, pero el silencio, también. Ahí tenemos una Europa timorata y cobarde que voltea a otro lado por su culpabilidad en el Holocausto y por su tremenda incapacidad de comprender que salvar a millones de gazatíes no es un acto en contra del pueblo judío (el verdadero pueblo judío, no sus gobernantes criminales).
Ojalá que los aliados de Netanyahu entendieran que Israel no representa al judaísmo en su totalidad. Como cualquier gobierno, Israel debe rendir cuentas por sus actos. ¿Cómo se puede justificar bloquear corredores humanitarios? Denunciar el crimen en Gaza y contra su población no es antisemitismo. Es dignidad y sentido común.