
No. ¡Tranquilo! Relájeseme mucho, que no vamos a hablar hoy del sindicato minero mexicano.
Es sólo que ya hace algunos años reflexioné en que el País direccionaría con mayor acierto su rumbo si tan sólo un 30 por ciento de los mexicanos hubiese leído “Rebelión en la Granja”, de George Orwell.
No es un libro extenso, no es un libro superprofundo o enigmático, ni siquiera hace complicados malabarismos filosóficos para llegar a un punto: es una pedrada dura, directa y a la cabeza del ejercicio del poder tras un movimiento revolucionario.
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Mejor dicho, ilustra lo fácil y rápido que se corrompe un nuevo régimen, por más que sus líderes lleguen en hombros de la más amplia y popular mayoría, por más necesario que haya sido el rompimiento con el gobierno depuesto y por más nobles que sean los principios que enarbola el nuevo orden.
El destinatario específico es el partido comunista y su líder Joseph López Stalin, que se transformaron en una élite peor que la monarquía derrocada por la Revolución rusa.
Y era peor porque se adueñó de la narrativa y de la patente de la razón ad populum. Es decir: la clase obrera ya no podía rebelarse contra el sistema porque (en teoría) el gobierno era la representación del pueblo. Así que ser adversario del régimen era una traición a la patria.
Orwell sólo tuvo la feliz ocurrencia de ilustrar todo esto a través de una fábula, ya sabe, con animalitos y un lindo escenario campestre, lo cual no suaviza la brutalidad que alcanza en sus últimas páginas.
Es un librito que apenas nos consume dos horas de nuestra existencia (y se lo digo yo que soy un lector exasperantemente parsimonioso).
Y si ni así lo convenzo, hay una película de dibujitos animados de 1954, disponible gratis en YouTube…. ¡Con subtítulos en español! ¡Más no se puede! Lo único más accesible sería que le fuese yo a leer personalmente el cuento y arroparlo con un beso antes de dormir.
¡Pero dejémoslo en 20! Estoy seguro que si el 20 por ciento del pueblo bueno conociera este texto, otro sería nuestro destino. Y vamos que no estoy pidiendo familiaridad con un complejo tratado de teoría económica, política, sociología, historia y psicología del poder. ¡Para nada! Es un librito que debería estar en el programa de lecturas de primaria o secundaria, en lugar del adoctrinamiento que hoy reciben los chamacos cortesía del impresentable Marx Arriaga. Pero, en fin…
Recuerdo que cuando los animales tomaron el control de la dichosa Granja Manor, arribaron al poder con un decálogo (de siete), puntos o principios a observar para garantizar una coexistencia justa e igualitaria entre todos los animalitos.
1) Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo. 2) Todo lo que camina sobre cuatro patas, nade o tenga alas, es amigo. 3) Ningún animal usará ropa. 4) Ningún animal dormirá en una cama. 5) Ningún animal beberá alcohol. 6) Ningún animal matará a otro animal. 7) Todos los animales son iguales.
Pues qué bonito, ¿no? ¿Qué podría “malir sal”? Analicemos:
Los dos primeros estatutos establecen inmediatamente el dogma populista de la otredad: “Son ellos y somos nosotros”, “ellos contra nosotros”, “ellos o nosotros”. La distinción puede ser el número de patas, pero en la historia humana han sido cosas más pendejas, como el color de piel, el origen étnico, el origen geográfico (los migrantes), la religión o la condición social (chairos vs. fifís)… O una combinación de todo lo anterior. El chiste es tener un enemigo a quien culpar del pasado y de lo que pueda resultar mal.
Lo de no matar y la igualdad es tan obvio si un régimen se presume justo, que no deberían citarse como puntos específicos, sino como principios rectores.
Ya lo de no utilizar ropa o cama, ni ingerir alcohol, establece un falso paradigma de virtud, un código de conducta insostenible y que sólo aplica para la plebe, es decir, no es observado por la élite del nuevo poder y dicha contradicción, entre el pregonar y hacer, no parece tener consecuencias, sino justificaciones y excusas cada vez más rebuscadas.
Los líderes de aquel “movimiento de regeneración animalista” (MO.RE.AN) eran los cerdos y su líder, un chancho veterano y colmilludo llamado Napoleón (¡vaya coincidencia!).
Y fueron los cerdos, desde luego, los primeros en despacharse con los privilegios que habían abolido supuestamente para la antigua casta dominante de los humanos: vivir bajo techo (en la casa del granjero), andar erguidos, a dos patas; usar ropa (las ropas abandonadas por el viejo granjero) y atiborrarse de comida y licor hasta la total embriaguez (mientras el resto de los animales sufría carencias y privaciones).
¿Y cómo argumenta la élite en cada caso estas indulgencias? Sobre el andar a dos patas o pactar con humanos (que también lo hacen), no se toman la molestia de aducir nada. Sobre lo de no dormir en cama, se excusan diciendo que la parte esencial del mandamiento son las sábanas. En tanto no duerman con sábanas, su comportamiento no es reprehensible.
Y sobre el consumo de alcohol, apuntan que lo pernicioso es el exceso. “El mandamiento siempre ha sido muy claro, compañero: No se debe beber alcohol… en exceso”.
Finalmente justifican el asesinato (en tanto exista “un motivo”) y el tema de la igualdad añadiendo un comentario al margen de la ley: “Los animales son todos iguales, sí, pero… algunos son más iguales que otros”.
Atestiguar cómo el imbañable líder de los senadores, Gerardo Fernández Noroña justifica sus viajes en business class; las fiestas de dispendio del diputado y líder sindical, Pedro Haces; los viajes al extranjero (siempre Europa o Asia, nunca Cuba, Venezuela o Nicaragua, pero mucho menos los EU), de Ricardo Monreal, Mario Delgado o el junior Andy López Beltrán, es todo un prodigio.
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Es un prodigio porque es como ver a uno de los cerdos de “Rebelión…” cobrar vida, saltar de las letras a la vida real; pasar de personaje de ficción a cuasi-humano, haciendo las mismas contorsiones intelectuales que los marranos del relato, nomás para justificar su vida de privilegios sin entrar en disonancia con su principio de austeridad pinche (que nadie de ellos pela) ni con la cartilla moral promulgada por el viejo acedo y Napoleón exiliado en La Chingada.
Y tiene razón el puerco legislativo. Los gastos personales son un asunto muy privado, pero fue su propio líder, el chancho mayor, el que lo convirtió en un tema de polémica, debate y exhibición pública de sus adversarios. Así que no vengan ahora con que, “sí, pero… es de que algunos son más iguales que otros”.
¡Cerdos!