
El componente de la historia que más me interesa es la posibilidad de obtener de ella un aprendizaje acerca de las diversas y muy a menudo terroríficas vertientes de la conducta humana que fundamenten una advertencia de lo que en el futuro −que desgraciadamente puede estar ya empezando ahora− nos pueda acaecer. Es cierto que las situaciones no son siempre idénticas, que no son completamente extrapolables, pero hay constantes que se mantienen y, aunque se expresen con medios distintos, producen consecuencias similares. Y siempre surgen líderes nefastos, a los que se les concede el que ya será un irreversible poder.
Estos días, he estado revisando la serie documental Apocalipsis, en concreto los capítulos que se centran en el periodo que va desde la Primera a la Segunda Guerra Mundial, poniendo todo su énfasis en ambas contiendas, pero también en las dos figuras principales que marcaron esa época entre guerras que culminaría en la segunda gran masacre generalizada del siglo XX. Me interesan, sobre todo, esos capítulos que intentan explicarnos cómo unos monstruosos asesinos en serie −siempre por delegación, sin mancharse la manos−, como lo fueron Stalin y Hitler, crecieron en poder hasta convertirse en completos dominantes de unos súbditos que vivían en la sumisión, la ignorancia o el pánico.
Los capítulos dedicados a Stalin resultan espeluznantes. Las interesantísimas imágenes que se nos muestran están ligeramente coloreadas para resultarnos más digeribles, pero también, quizá, más próximas, un poco menos trasnochadas y más intemporales, más verosímiles en su repetible posibilidad. Encontramos en ellas momentos de mucha crudeza, como esos que se nos omiten en los telediarios, para que no se nos altere demasiado la digestión. Vemos ejecuciones con armas de fuego, pero también ahorcamientos, contemplamos los rostros de la muerte, el apilamiento de carnes y huesos a los que estaban tan acostumbrados aquellos hombres a los que les tocó vivir en un tiempo y en un espacio donde se normalizaba lo sanguinario.
Es increíble la banalización a la que se está llegando. Decir, desde la actitud manipuladora y mendaz de la presidenta de Comunidad de Madrid, que Pedro Sánchez es un dictador, es incurrir en uno de los más espectaculares despropósitos de la voluntaria ignorancia. Se puede criticar al presidente del gobierno por muchas de sus actitudes, incluso por sus tendencias controladoras −a las que, en diferente grado, no son ajenos otros políticos−, pero no se puede incurrir en el populismo de llamarle dictador. Yo le recomendaría a la señora Ayuso que viera, por ejemplo, estos documentales, u otros sobre ese dictador cada día más blanqueado que fue Franco. O que revisara los telediarios con la lucidez necesaria para reconocer a tantos representantes del mal que hoy dominan el mundo.
Es curioso cómo se puede llegar allí arriba, a esa soledad hecha de poder absoluto; cómo puede uno hacerse respetar primero, temer después. En estos documentales vemos cómo el miedo que producen estos tiranos no les exime de sentirlo también ellos mismos. Conocemos las terribles consecuencias de las paranoias de Stalin, su necesidad de realizar irracionales purgas producto de su patológica −pero a la vez comprensible− desconfianza, que lo llevaba a unos cambios de opinión que lo hacían escurridizo ante quienes pretendían protegerse en él.
No nos consuela que estos dictadores no fueran felices; y tampoco frenará a los aspirantes presentes o futuros la seria posibilidad de acabar derrotados, como lo fue Hitler por los aliados (aunque tenemos muchos ejemplos descorazonadores, como el propio Stalin, que solo fue vencido por la democrática muerte). Ese afán de poder criminal, de manipulación exacerbada, nace de una pulsión, de unas heridas irrestañables. Esos hombres que querían ser tan grandes, tan superiores, arrastraban sin embargo terribles complejos. Quien defendía a la raza aria, a los hombres rubios y altos, era moreno y de estatura media, y no podía demostrar que no tuviera ascendencia judía. Fracasó como pintor, camino que, de haberse explotado, hubiera evitado docenas de millones de muertes. Stalin arrastraba un brazo más corto y paralizado, así como una cojera. Él, tan provisor de la muerte a sus soldados, fue declarado no apto para la guerra. Sus semblantes eran distintos. Por una parte, el rostro serio, firme, a menudo enfurruñado, de Hitler. Por otro lado, los ojos semicerrados, la boca callada y la semisonrisa de un hombre como Stalin que fue apodado El padrecito. Ese hombre que, en público se mostraba como un abuelo sereno, bondadoso, pero se enorgullecía de su mote oficial: Stalin (acero); aunque quisiera olvidar el que le puso Lenin: Grub (hosco).
Si miramos a los aspirantes a dictadores de hoy, también en algunos encontramos rostros en diferentes grados histriónicos o bien cubiertos de una careta engañosa. El malencarado, de Trump; el triste e inocente, de Putin; el de niño consentido e hiperactivo, de Elon Musk; el demencial, de Milei; el infantiloide del mandamás de Corea del Norte; el porte civilizado del criminal Al-Assad… Y hay más, por supuesto. Ese sesgo de psicopatía se prodiga en tantos dirigentes políticos, como también en los dueños de algunas grandes corporaciones empresariales. De alguna manera, la mayoría de estos líderes viven un retraso mental que los mantiene en un infantilismo de lo más peligroso, el de aquellos que pretenden hacer un bullying masivo al mundo, movidos por la codicia de poder o la económica.
Hoy han variado los métodos de propaganda, se han hecho más invasores, más sofisticados, y lamentablemente la debilidad del ciudadano para no ser abducido por ideas impuestas y delirantes, pese a que haya una mayor cultura, sigue siendo la misma. No importa que haya mayor libertad, que no se viva en el formato de una basta dictadura. Si un ciudadano renuncia a toda información que contradiga los intereses de su líder, está actuando como un cómplice de la peor tiranía. La característica principal de un líder no suele ser, por desgracia, la de conducir a un pueblo por los mejor intencionados caminos, sino demasiado a menudo la de manipular a eso tan ingente y confuso que son las masas que, por pereza o ignorancia, no acuden a las fuentes fiables existentes. Los pobres ciudadanos de aquellos años veinte o treinta tenían menos posibilidades de acceder a una información veraz −como los de hoy en países como China, Corea del Norte, Cuba, Venezuela, Rusia, y demás cárceles de ignorancia−. La propaganda de Stalin, tapando tantas atrocidades, tanto genocidio, era verdaderamente repugnante. Los rostros de felicidad que vemos son los que captaban las cámaras del gobierno, esas caras exultantes no muy alejadas de las infectas que poblaban las películas de propaganda. Apenas hay grabaciones de la miseria, del hambre.
Como decía al principio, la historia nos debería servir de lección. A Hitler no se le supo parar. Se le minusvaloró. Fue condenado a cinco años de prisión, pero salió libre a los nueve meses por buena conducta. En su celda de lujo, recibía a todos sus correligionarios, meditaba su doctrina, plasmándola en su Mein Kampf. Se nos dice en el documental que, si no hubiera llegado la terrible crisis económica del crac del 29 no hubiese podido ascender hasta el poder. Hasta entonces, el fundado por él era un partido creciente pero que se quedaba lejos de un porcentaje de votos suficiente para lograr sus objetivos. Hasta esa crisis, su poder de atracción de masas se había basado en la explotación del sentimiento de venganza por la humillación de las imposiciones excesivas del tratado de Versalles tras la Primera Guerra Mundial, en el odio a los judíos, en la exaltación de la raza y en la demostración de poder.
Está claro que dos de los posibles detonantes de la emergencia de un poder dictatorial, son, por una parte, el extremismo (aquí la falta de piedad de los aliados con el pueblo alemán, la amenaza del comunismo), que produce un movimiento pendular, así como la torpeza de los partidos democráticos, incapaces de resolver los problemas de los ciudadanos y de advertir el peligro de una alternativa arrasadora.
Por otra parte, Rusia fue una de las demostraciones de que una revolución tan drástica lamentablemente no trae ningún bien, que el factor humano encarnado en un hombre todopoderoso, puede apropiarse del sueño de unos ciudadanos necesitados de liberación, hasta disolverlo y conformar una alternativa terrible. La crueldad del gobierno de los zares con la clase trabajadora propició una reacción desmesurada, precipitada, mal cohesionada, incontrolablemente dirigida. Cualquier avance en la sociedad, las victorias contra los poderes económicos abusivos, se han de ejecutar con determinación, pero con cautela, con tiempo, para que no resulten fatalmente reversibles. Algunos excesos detonados en el tiempo de la república alentaron la tan funesta reacción franquista. Hay que ir más despacio para dar tiempo a que las mentalidades vayan cambiando, acoplándose a un orden más justo.
Apocalipsis es una lección de cómo las sociedades pueden caer en una deriva desastrosa. Con todo, me quedo con una imagen de la Guerra Civil Rusa que tuvo lugar entre 1918-1921, entre los bolcheviques que habían alcanzado el poder y el Movimiento Blanco, que defendía posturas contrarrevolucionarias de diversa índole. Las cámaras graban una ejecución. Son tres para tres, tres soldados bolcheviques armados para disparar a placer contra tres guardias blancos, uno para cada uno. Estos saben que van a morir en breves segundos, que van a dejar de existir dejando caídos sus cuerpos en la fosa que tienen inmediatamente detrás. Me pregunto qué se puede pensar en esos momentos, o si el pánico paraliza toda la irrigación cerebral e impide cualquier pensamiento, cualquier recuerdo, y ya se es solo un sentimiento confuso. Pero hay uno de esos guardias blancos, el del extremo derecho, que no para de burlarse, con aspavientos, de quien lo va a matar. Es como el portero que intenta distraer al delantero que le va a tirar un penalti, solo que aquí la forma de no fallar es dar en el blanco que es él. De lo que se trata es de mostrar valor hasta el último momento, fidelidad a las propias convicciones, supremacía ante la insignificancia de una victoria parcial acometida contra una simple partícula de un colectivo superior. ¿Es un hombre heroico o alguien que se ha tragado unas consignas, que ha hecho suyos unos antagonismos, exactamente como el paisano que lo va a matar? Ambos son un mero instrumento de poderes que han alcanzado la razón de la inhumanidad, poderes a veces encarnados en hombres endemoniados, como Hitler o Stalin.