
La escena fue lamentable: a la salida de su audiencia, la joven argentina apodada Lady racista fue recibida por un grupo de ciudadanos mexicanos que, entre gritos, insultos y empujones, intentaron cobrar justicia por mano propia tras el acto de discriminación y agresión que ella cometió contra un oficial de tránsito.
Lo que comenzó como una legítima indignación social ante un caso de racismo y violencia pública, degeneró en un linchamiento mediático y físico, exhibiendo una peligrosa tendencia de nuestra época: la sustitución del Estado y la ley por la furia colectiva.
Es comprensible —y necesario— que ningún acto de racismo pase inadvertido en una sociedad democrática. El repudio público a las actitudes discriminatorias es parte esencial de la pedagogía social contra el odio. Pero existe una línea infranqueable que separa la manifestación legítima del desacuerdo y la protesta, de la exaltación primitiva que convierte a la persona acusada en blanco de escarnio, humillación o incluso daño físico. Cuando la multitud toma el lugar de la justicia y los tribunales, la razón se eclipsa y la civilización retrocede.
Este caso es sólo un síntoma de una dinámica más amplia: vivimos en la época del “hate instantáneo”, en la que las redes sociales y los medios masivos pueden convertir una ofensa real —o percibida— en un llamado a la acción violenta o la cancelación total. El linchamiento simbólico, casi siempre en nombre de la justicia, suele desbordarse en agresiones concretas que replican el mismo patrón de intolerancia que se buscaba señalar y erradicar. Esta espiral de odio, lejos de sanar a la sociedad, la lastima y fractura todavía más.
El dilema es profundo: ¿cómo exigir cuentas sin caer en el mismo círculo de violencia? La historia y la ética son contundentes: la agresión y el odio no se combaten con más agresión y más odio. Nada justifica que una persona sea agredida físicamente o humillada públicamente, sea cual sea su falta.
El daño causado por la criminalización sumaria —el linchamiento en redes, la exposición del domicilio, la persecución verbal o física— siempre termina por extenderse y volverse en contra de todo el tejido social.
Combatir el racismo o cualquier forma de violencia exige fortaleza institucional, educación, leyes claras y pedagogía social. Quien incurre en delitos o faltas debe responder ante el Estado, no ante el tribunal voluble y desbordado de la opinión pública. La verdadera diferencia la marcan quienes, incluso ante la provocación y la ofensa, se rehúsan a cruzar la frontera de la violencia; quienes apuestan por la protesta encauzada, la exigencia de justicia mediante las vías legales y el rechazo categórico a la revancha.
Hoy queda clara, una vez más, la urgencia de repensar nuestra cultura de la respuesta, la indignación y la protesta. Si permitimos que el odio sea contestado con más odio, no sólo traicionamos los principios mismos de justicia, sino que habilitamos la repetición infinita del ciclo de violencia que, justo por ello, decimos combatir. La justicia no se defiende en la turba ni se decreta a gritos; se construye con leyes, con diálogo y con civilidad, por difícil que esto parezca en medio de la tentación del desquite. Sólo así podremos salir del círculo vicioso que hoy exhibe, una vez más, la fragilidad de nuestro pacto civilizatorio.