
Más allá de las razones administrativas aducidas por la alcaldesa Alessandra Rojo de la Vega, el retiro de las estatuas de Fidel Castro y el Che Guevara del parque Jardín Tabacalera da lugar a reflexiones éticas.
Sin duda, como señala Julián Andrade, a esos personajes de dimensión histórica “nadie les puede negar el papel protagónico que tuvieron” en la Revolución Cubana (La Jornada, 20 de julio).
Ese papel protagónico los ha hecho objeto de la devoción de una buena parte de la izquierda en todo el mundo, incluidos, desde luego, segmentos importantes de la izquierda mexicana, entre ellos la que hoy gobierna México. Incluso más de un columnista homosexual los considera héroes a pesar de la despiadada represión que ejercieron contra los homosexuales.
Esos dos hombres son responsables de instaurar una dictadura en Cuba, una dictadura que ha durado más de seis décadas, más del doble de la que duró en México la de Porfirio Díaz, de recluir en campos de concentración a decenas de miles y de fusilar a miles de cubanos porque en su opinión no se ajustaban al ideal del hombre nuevo que proclamaba la revolución, y de encarcelar a millares por el único delito de protestar contra el régimen.
El Che Guevara dijo en la Organización de las Naciones Unidas que en Cuba se fusilaba y se seguiría fusilando. En sus palabras subyacía ese sentimiento se superioridad moral de la izquierda: no sólo los adversarios, sino los no adeptos a la revolución no merecían vivir. Era válido matarlos tras farsas de juicios porque su valor humano no era como el de los revolucionarios.
Una parte del pueblo se contagió de ese frenesí. En lugar de justicia o libertad, en muchas de las marchas de apoyo a la revolución lo que se escuchaba era otra palabra mucho menos noble: paredón, paredón. No hambre y sed de justicia y libertad, sino hambre y sed de la sangre de los que no eran buenos como sus verdugos.
El Che Guevara, admirado por muchos jóvenes y no pocos adultos de Europa y Latinoamérica, prescribió en su Mensaje a la tricontinental: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”.
Quizá no sepan quienes le profesan admiración al Che que en los primeros años de la revolución se le conocía como el Carnicero de San Carlos de la Cabaña, la fortaleza militar en donde estableció su comandancia, pues condujo numerosos juicios sumarísimos y estuvo a cargo de escuadrones de fusilamiento de decenas de partidarios del dictador derrocado Fulgencio Batista y presuntos disidentes.
En 1959 declaró: “En La Cabaña todos los fusilamientos se han dado por órdenes expresas mías”. Con frecuencia las ejecuciones se filmaban y se exhibían en la televisión o en el cine.
En su primer diario de viajes, en 1951-1952, el Che había escrito: “Degollaré a todos mis enemigos”. Al describirle a su padre en una carta su primer asesinato, escribió: “Tengo que confesarte, papá, que en ese momento descubrí que realmente me gusta matar”.
Fidel Castro en sus discursos habló de austeridad y sacrificios para lograr los altos objetivos de la revolución, pero él vivió, como han vivido sus familiares, con lujos desconocidos para la población cubana, sometida al hambre y la carencia de productos básicos.
Sandro, nieto de Fidel, de 33 años, es un influencer que se exhibe en el complejo paradisíaco de la zona Playa de La Habana, donde nunca faltan ni esos productos ni la electricidad –que frecuentemente falta al resto de la población–, y en donde ostenta su colección de automóviles suntuosos.
- Me gusta la respuesta de la alcaldesa Rojo de la Vega a quienes protestaron contra el retiro de las efigies: “Esta ciudad de derechos y libertades no es albergue ni rinde homenajes a opresores, dictadores, comunistas, asesinos, a quien viola los derechos humanos”.