
Hace años que el derecho a la ciudad dejó de ser un tema urbanístico para convertirse en una bandera política, social y humana. Porque el acceso a la ciudad no es únicamente la posibilidad de habitarla, sino de vivirla con dignidad: moverse en ella sin miedo, trabajar sin recorrer largas horas hasta el destino, acceder a servicios básicos sin mendigarlos, caminar sin ser molestado y habitar sin ser desahuciado por el mercado.
Pero la Ciudad de México, con toda su riqueza cultural, histórica y simbólica, aún tiene un desafío: es profundamente desigual, no sólo en términos de ingresos, sino también en términos de acceso al bienestar urbano.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH, 2022) del Inegi, el ingreso corriente promedio por hogar en la CDMX es de 26 mil pesos mensuales. Pero esa cifra promedio oculta diferencias abismales entre alcaldías, pues mientras en algunas, como Benito Juárez, el ingreso por hogar supera los 50 mil pesos al mes, en otras, como Iztapalapa, Milpa Alta y Tláhuac, ronda apenas los 15 mil o menos.
A eso se suma que la mitad de la población capitalina vive con menos de ocho mil 500 pesos mensuales por persona, con base en estimaciones de BBVA Research y el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval). Dicho nivel de ingreso limita seriamente el acceso a una vivienda digna, alimentación adecuada, salud preventiva e, incluso, a la conectividad digital, especialmente si consideramos que el costo promedio de la canasta básica urbana supera los tres mil pesos por persona al mes (Coneval, 2024).
Y esa desigualdad impacta todos los días en el acceso al bienestar urbano. La forma en que se distribuyen los servicios, la infraestructura y la inversión pública condiciona la vida cotidiana de millones de capitalinos. Por ejemplo, de acuerdo con el Índice de Bienestar Urbano (IBU) del Imco (2022), existe una gran desigualdad en las condiciones de vida de quienes viven en alcaldías centrales y periféricas. Mientras alcaldías como Coyoacán y Miguel Hidalgo cuentan con un IBU superior a 70 puntos, de 100, otras como Milpa Alta, Tláhuac e Iztapalapa apenas alcanzan 40 puntos o menos.
En zonas como Milpa Alta, sólo 45% de las viviendas cuenta con acceso a internet, frente a 89% en Benito Juárez. Asimismo, zonas de alta marginación cuentan con menos de un médico por cada mil habitantes, mientras que las de mayor desarrollo tienen más de tres por cada mil personas. El acceso a transporte formal es igualmente desigual; Iztapalapa, donde habita 20% de la población de la ciudad, sólo recibe 6% de la inversión en transporte estructurado.
Incluso, estudios del Observatorio de Salud de la CDMX (Sedesa, 2022) muestran que la esperanza de vida en alcaldías del sur-oriente es hasta siete años menor que en las del centro-poniente. Es decir, que el lugar donde se nace abre o cierra ciertas oportunidades y también determina la expectativa de vida.
De modo que estas diferencias estructurales, además de ser reflejo de cómo se ha invertido o dejado de invertir en ciertos territorios son, además, una forma silenciosa de exclusión.
Como integrante del Congreso de la Ciudad de México, reconozco que tenemos una deuda pendiente: garantizar que la ciudad sea vivible para todas las personas, no sólo para quienes pueden pagarla. Esto implica reforzar las políticas de vivienda, de desarrollo urbano, de uso de suelo y de inversión pública, para seguir impulsando el tránsito de una ciudad fragmentada a una ciudad tejida.