
En la casa de los Diablos Rojos del México, el estadio Alfredo Harp Helú, las gradas se llenan cada semana de gente que persigue la emoción de un juego que se consume a ritmo de pizarra. En este inmueble, entre las luces LED, los clubhouse de primer mundo y la tecnología que mide hasta la velocidad del sudor, camina un hombre que carga con un pedazo de historia que no cabe en pantallas gigantes ni en las crónicas diarias. Se llama Gabriel Gutiérrez y, a sus 41 años, es un testigo viviente del último capítulo de una leyenda. Es, sin adornos ni exageraciones, el último catcher de Fernando Valenzuela.
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Gabriel tiene un cuerpo reconstruido por cirujanos. 11 operaciones lo sostienen en pie. Sus rodillas han sido remendadas, sus dedos cosidos y sus músculos parchados. Es un sobreviviente del beisbol. La receptoría, la posición más brutal del diamante lo ha ido marcando con cicatrices y prótesis. Aun así, sigue vistiéndose cada juego. Se ajusta la careta, se pone los arreos y toma práctica de bateo como un ejemplo entre generaciones más jóvenes. Gabriel es uno de los últimos jugadores activos con más de dos décadas en la pelota profesional y la voz para reconstruir el último fragmento de la etapa profesional del Toro de Etchohuaquila.
Ocurrió en otro tiempo, en otro certamen, en otra época de la pelota caliente de nuestro país. Fue en la Liga Mexicana del Pacífico, en el invierno de 2007. Un calendario común y corriente para la mayoría de los aficionados, pero imborrable para Gabriel. Aquella noche en Culiacán, sin cámaras especiales ni homenajes pactados, el pitcher más icónico de México subió por última vez a un montículo en un juego oficial. Y detrás del plato, agachado, estaba él.
No sé si mucha gente lo sepa o no, pero yo fui el último catcher del señor Fernando (Valenzuela). Ha pasado mucho tiempo y tenía mucho que no platicaba sobre eso”, cuenta Gutiérrez en Excelsior de aquella noche del 8 de noviembre de 2007 en Culiacán.
La vida de Gabriel pudo ser muy distinta. Ese invierno tenía en sus planes viajar a Taiwán con la Selección Mexicana para representar al país en un Mundial juvenil.
Recuerdo que me bajé prácticamente del avión. Me habló el señor Roberto Mansur para decirme que Mexicali me quería prestado porque se había lesionado Emmanuel Valdez. Yo en ese momento le pertenecía a Guasave y me preguntó si quería ir al torneo a Taiwán o me iba a Mexicali. Le contesté de inmediato que me iba a Mexicali. Yo quería jugar en Liga Mexicana del Pacífico”.
El hambre que tienen los novatos por ganarse un nombre dentro de la industria llevó a Gutiérrez a compartir vestidor con una figura que siempre había visto desde la televisión. No fue una amistad, ni una relación cercana, pero concluyó en su guante con los últimos screwball del Toro, un pitcheo que ayudó a construir la Fernandomanía.
Llegué a Mexicali y empecé a trabajar con el señor (Valenzuela), una gran persona, muy serio, muy reservado, pero siempre le gustaba que yo le cachara. Todavía lanzaba el screwball y tenía una recta de 84 millas. En ese último juego yo recuerdo que le abrió a Culiacán en contra de Aaron Acosta si no mal recuerdo. El señor no llegó a la quinta entrada, se le dificultó la situación. Karím García le dio un doble y salió del juego. Perdimos y en ese juego Tomateros impuso marca de 13 ganados”.
El destino tejía un cierre silencioso. Valenzuela no lo sabía, nadie lo sabía, ni siquiera el joven receptor que en su primera campaña con actividad constante terminó siendo parte del desenlace del mejor pitcher mexicano de todos los tiempos. Mientras Tomateros en su viejo estadio celebrara la histórica victoria, Fernando Valenzuela fue llamado por el cuerpo técnico de Águilas de Mexicali para notificarle que pasaría al cuerpo de relevistas. Al Toro no le gustó la decisión. Fiel a su estilo, tomó sus cosas y no volvió a vestirse de pelotero.
Con el tiempo, la historia se fue diluyendo. Ese juego no figura entre los grandes homenajes del beisbol nacional. No hubo ceremonias, ni adioses oficiales. Fue una noche común de invierno, atrapada sólo en la memoria de Gabriel Gutiérrez.
Nunca le pedí una pelota firmada, ni una foto, ni nada. Siempre he sido una persona con mucha vergüenza para ese tipo de cosas, pero cuando me lo encontraba antes de un juego donde realizaba el primer lanzamiento, siempre le recordaba que yo le caché por última vez y él siempre se reía”.
Mientras tanto, Gutiérrez siguió forjando su propia carrera. Pasó por los diamantes de múltiples organizaciones. Cada campo dejó cicatrices físicas, pero también le mantuvo vigente en un beisbol que suele descartar rápido a sus soldados más viejos.
No sé, es el amor al juego, o el orgullo… pero yo sigo. Me digo: yo no soy menos que nadie. Yo todavía puedo”.
LA ILUSIÓN DE JUGAR CON SU HIJO DE 16 AÑOS LO MANTIENE EN EL DIAMANTE
Un sueño, una ilusión que lo sigue arrastrando al terreno: jugar un partido junto a su hijo, un joven de 16 años que también es receptor. Gabriel lo dice sin titubeos: “quiero compartir un juego con él, aunque sea una entrada, un turno… lo que sea. Eso es lo que me mantiene”.
Hoy, en pleno verano beisbolero, Gabriel es un ejemplo improbable de longevidad. Su historia se mezcla entre la modernidad del Harp Helú y las nuevas generaciones que nunca vieron lanzar a Fernando. Es, literalmente, el último eslabón vivo con el mito de Etchohuaquila. Ningún otro catcher activo puede decir que se agachó para recibir la pelota del Toro cuando el juego era real, cuando las luces estaban encendidas, cuando la pizarra importaba.
La muerte de Valenzuela en octubre de 2024 marcó oficialmente el fin de una era. Pero mientras Gabriel Gutiérrez se siga situando detrás del plato, esa línea invisible entre el pasado y el presente seguirá existiendo.
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*mcam
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