
En cada cuadra de México siempre hay un niño corriendo detrás de un balón de futbol, una esquina donde las sombras ayudan a recrear uppercuts como el Canelo, o una banqueta transformada en pista de carreras para ser Checo Pérez en un pequeño vehículo sin frenos. Pero en Monterrey, hace más de una década, Héctor González Almaguer decidió no llenar sus paredes con posters del Chicharito sino soñar en tacleadas bajo las luces artificiales del otoño.
Un Super Bowl, una pantalla encendida, un alumno de primaria que apenas entendía las reglas pero sentía en el estómago la electricidad del juego, fueron el kickoff de una historia que parece cuento de fantasía.
Quiero jugar eso”, le dijo Héctor a su papá. La respuesta no tardó en llegar: “perfecto, era lo único que tenías que decir para llevarte a entrenar”, contó Héctor González a Excélsior sobre su inicio en el futbol americano.
El relato podría haber terminado ahí, como otros tantos, entre fines de semana en ligas locales, una beca en alguna universidad privada mexicana, y una vida lejos de los reflectores. Pero no, porque Héctor no sólo heredó de su familia el gusto por el deporte, sino también la terquedad.
Hoy, ese niño regiomontano convertido en muro humano 1.98 metros y 113 kilos es ala defensiva en Eastern Michigan, becado al 100 al ciento por ciento, listo para debutar en la NCAA División I, en la misma universidad donde se forjó Maxx Crosby, actual estrella de Raiders y con un mensaje claro: “los mexicanos también podemos derribar quarterbacks en el primer nivel colegial”.
A pesar de la fuerte conexión que tiene nuestro país con el juego, no hay muchos registros de jugadores nacidos en México que se hayan puesto el casco de un programa universitario División I, a excepción de algunos pateadores.
Pero Héctor decidió desde muy pequeño a desafiar la narrativa. Su camino ha estado lleno de sacrificio, soledad y una obstinación casi enfermiza.
Jugó sus primeros golpes con las Águilas, un club de liga infantil de Monterrey. Luego vino el exilio: Pittsburgh, San Luis Potosí, siempre buscando un campo donde crecer. Así aterrizó en Rabun Gap-Nacoochee, un internado enclavado en las montañas de Georgia.
No era una prepa común, era una especie de universidad pequeña donde cada uno se hace responsable. Vivía solo, gimnasio a las seis, clases todo el día, práctica en la tarde, estudios obligatorios en la noche”.
Lo que siguió fue una película de superación deportiva, pero con guion brutal: ligamento cruzado roto. Rehabilitación, vuelta al campo y en unas cuentas semanas de nuevo otra cirugía. Para cualquiera pudo ser el final de su andar deportivo, no para él.
Cuando su cuerpo por fin sanó, Héctor pudo demostrar en el campo el tamaño de sus sueños. En su última campaña en el futbol americano de preparatoria, acumuló 53 tacleadas, 40 apresuramientos al quarterback, 38 tacleadas en solitario, 10.5 sacks y cuatro rupturas de pases. Obtuvo los honores del primer equipo estatal y del primer equipo de la conferencia.
Aunque su currículum ya parecía un catálogo de hazañas, Héctor aún tenía que convencer a muchos entrenadores que no sabían que existía.
Era diario meterme a Twitter (ahora X), buscar el coach defensivo de cada universidad, encontrar su correo o DM, enviar highlights y decirles: ‘yo puedo ayudarte a ganar’”, cuenta Héctor cómo se convirtió en su agente digital.
Un trabajo de oficina disfrazado de sueño: mandar videos a la SEC, después a la ACC, después a la MAC dieron como resultado 14 ofertas de becas completas. Entre ellas Memphis, Buffalo, Miami-Ohio. Pero eligió Eastern Michigan por la honestidad.
Me sentí querido, no como un número. Me dijeron cómo me iban a formar, no sólo a usar. Estudio finanzas”.
Para un niño mexicano soñar con la NFL es como querer colonizar Marte. Y para uno que juega en la línea defensiva, es incluso peor.
Siempre que veía mexicanos en Estados Unidos eran pateadores. Yo quiero cambiar eso”, dice González.
Desde enero entrena bajo la tutela del staff que moldeó a Crosby. Entró en el último puesto, terminó primavera en el segundo equipo y va decidido a pelear por minutos desde su primer año en una posición que necesita rotar constantemente.
Mi filosofía es simple: la jugada no acaba hasta que el árbitro pita”, dice, citando a su ídolo, el propio Maxx Crosby. “Yo no quiero perder un año redshirt, quiero mostrar desde ya que puedo jugar al nivel de NFL”.
Mientras se acomoda en la rotación defensiva, González también navega el nuevo juego fuera del campo: el NIL, las ganancias por imagen y nombre que se les permite a los atletas universitarios.
No vine aquí por dinero, vine a mejorar. Pero claro, es una motivación extra”, reconoce. Eastern Michigan ya le da un pago semanal, y con su progreso llegarán bonos por rendimiento.
Mientras tanto, divide sus días entre juntas a las seis de la mañana, prácticas, gimnasio, clases de finanzas y noches de estudio. Su calendario está marcado en rojo para cuando visiten a Kentucky bajo las luces de un estadio repleto.
Ellos son favoritos, nosotros underdogs. Pero no me importa el nombre del rival. Quiero mostrar que un mexicano puede estar en esos escenarios”.
En la última década, la exportación deportiva mexicana ha cambiado de geografía: ciclistas ganan etapas, peloteros se vuelven All Stars, pilotos levantan trofeos, pero el futbol americano se mantiene como tierra hostil.
Héctor González quiere mover la frontera. “Si esto lo lee un niño mexicano, que sepa que se puede. No es fácil. Nadie lo regala. Pero si uno lo logra, no tiene por qué ser el último”, dice.
Este otoño, en medio del anonimato mediático que rodea al futbol americano colegial, un defensivo nacido en Monterrey correrá detrás de futuras estrellas de la NFL.
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