
Olympo (2025), creada por Jan Matheu, Laia Foguet e Ibai Abad —quien también firma la dirección junto a Marçal Forès, Daniel Barone y Ana Vázquez—, sigue una lógica conocida. La belleza física, el sufrimiento emocional y la sugerencia de secretos oscuros se presentan como combustible narrativo. Nada nuevo, sino lo mismo, pero con otro uniforme. Lo que antes era Las Encinas, ahora es el CAR Pirineos. Lo que antes era el aula, ahora transcurre en una piscina o sobre una cancha de rugby. Lo que antes eran fiestas privadas, ahora son rutinas de entrenamiento. Cambian los escenarios, pero el guion sigue siendo el mismo.
La trama arranca con una supuesta sobredosis que deja entrever un sistema de dopaje encubierto. Sin embargo, el guion decide no ahondar demasiado. Prefiere quedarse en la superficie, como si tuviera miedo de despeinar la estética. Así, lo que podría haber sido un detonante narrativo se convierte en una excusa para desplegar planos sensuales, miradas eternas y música que indica cuándo conmoverse.
El ciclo se repite sin desvíos: rutina física exigente, conversación con tono de autoayuda, aparición de una tensión forzada, escena sexual, cuerpos en la ducha porque sí, y un trauma que llega puntual para sostener la trama… al menos hasta el próximo capítulo. Y vuelta a empezar. Se instala una especie de coreografía dramática donde lo importante no es lo que se dice, sino cómo se dice. Aunque a veces ni eso importa demasiado.
Amaia, interpretada por Clara Galle, lidera el equipo de natación artística. Su actuación alterna entre la lágrima fácil y el grito a destiempo, tratando de llenar los huecos que deja un guion que nunca termina de definirse. El peso del relato cae sobre ella, pero ni la dirección ni el texto parecen interesados en acompañarla.
El elenco —Nira Osahia, Agustín Della Corte, Nuno Gallego, María Romanillos, Martí Cordero, Juan Perales, Andy Duato, Najwa Khliwa y Nicolás Furtado— responde a una fórmula ya conocida donde la diversidad es planificada, los conflictos impuestos y los cuerpos normativos lucen bien bajo luces frías. Cada uno cumple un rol asignado con anterioridad, sin margen para desvíos.
La homofobia, el bullying, la presión familiar, las drogas, la corrupción deportiva aparecen como simples enunciados. Funcionan más como hashtags que como motores dramáticos. Son ideas que se pronuncian con seriedad, aunque rara vez producen consecuencias dentro de la historia. Frases que suenan importantes, pero que se diluyen en la puesta en escena.
Olympo no falla por repetir una fórmula, sino por no animarse a modificarla. Elige la repetición en lugar del riesgo, y el resultado es una estética estilizada que orbita en torno a una historia que no termina de aparecer. Como si todo girara en falso, esperando que algo pase.
Y al final, lo que queda no es una serie provocadora ni un drama juvenil con sustancia, sino una sucesión de escenas milimetradas que, en su afán de simular profundidad, apenas logran simular movimiento. Una coreografía frente al espejo que nunca llega a transformarse en danza.