
En un contexto donde las series ya no se limitan a entretener, sino que procuran formar parte del recorrido personal del espectador, Ladrones: La tiara de Santa Águeda (2025) decide apartarse con elegancia de la tendencia y tomar un camino menos transitado: el del entretenimiento sin culpa, sin profundidad y, sobre todo, sin dobleces. Lejos de enredarse con dilemas morales, la serie prefiere recuperar el espíritu despreocupado de aquellas aventuras románticas que hacían del crimen una coreografía y de la acción una excusa para que el amor entrara por la puerta trasera. Aquí, los ladrones son sofisticados, las emociones están perfectamente medidas y la isla paradisíaca funciona como un tablero tropical donde se juega todo sin que nada realmente importe.
Detrás del proyecto están Verónica Marzá, Pablo Roa y Fernando Sancristóbal, nombres ya curtidos en el engranaje de las plataformas, que entienden que el drama se puede omitir siempre que la espectacularidad sea suficiente para mantener al espectador enganchado. Y si no alcanza, siempre hay una explosión, un beso o un plano aéreo para llenar el vacío.
Amber (Silvia Alonso) y Rui (Álex González) forman una dupla de ladrones de elite con historia compartida y heridas mal cerradas. Tras un golpe fallido en Las Vegas y una separación con presunto cadáver de por medio, ella lo cree muerto, él regresa sonriente y con planes propios. El escenario del reencuentro es una isla privada donde Amber, ahora infiltrada como institutriz en la boda de la hija mexicana de un magnate (Asier Etxeandia), planea robar una tiara valuada en 240 millones de dólares. Pero claro, Rui también quiere la joya. Y el botín ya no es sólo el diamante.
La fórmula no es novedosa, aunque sí funcional. Romance que se enciende y se apaga como las luces de una fiesta VIP, infiltraciones coreografiadas al milímetro, gadgets que harían sonrojar al mismísimo James Bond, y un grupo de aliados improbables que llegan a tiempo, entienden todo al instante y desaparecen antes de complicar la trama. Lo mejor, sin embargo, no está en el guion sino en los cuerpos: Alonso y González sostienen la serie con miradas, silencios y una química que la cámara captura como si fuese lo único real en este juego de apariencias. La isla, como tercer personaje, resulta tan seductora como artificial, y al final del día, tan real como una pantalla verde bien iluminada.
El elenco se completa con la argentina Cumelén Sanz, Albert Baró, Milena Radulovic, Ainhoa Santamaría, Jan Buxaderas y Alicia Jaziz, quienes suman color, ritmo y algún que otro guiño que no llega a transformarse en conflicto. La dirección de Inma Torrente y Alejandro Bazzano apuesta por una puesta en escena eficiente, casi quirúrgica, que evita lo profundo para enfocarse en lo visual. Y funciona, porque nadie vino aquí a pensar demasiado.
La comparación con La casa de papel es inevitable, aunque rápidamente se diluye. Ambas series comparten la estructura del atraco, el montaje trepidante, los personajes con estilo, pero mientras aquella jugaba con la idea del caos como resistencia, esta se conforma con el espectáculo sin consecuencias. No hay máscaras de Dalí ni monólogos existenciales: hay ropa cara, cámaras de seguridad y frases efectistas que valen más por su ritmo que por su contenido. Aquí, el disfraz no es simbólico, es literal.
Ladrones: La tiara de Santa Águeda entiende que lo importante no es sorprender sino entretener, y lo hace con una estética limpia, una banda sonora exacta y una estructura narrativa que evita desviarse del camino conocido. La nostalgia por las aventuras noventosas —Indiana Jones, Sr. y Sra. Smith, incluso alguna escena robada a Misión Imposible— no se esconde, se exhibe con orgullo. Y eso, en cierto punto, es lo más honesto que tiene la serie.
Durante seis episodios, se construye un universo donde todo parece estar diseñado para una campaña de marketing: los besos tienen fondo de atardecer, los drones vuelan en el momento justo, y las traiciones duran lo que tarda en cambiar la música. El guion, lejos de querer ser original, se recuesta con placer en lo familiar. Y el espectador, si no exige demasiado, probablemente también.
Porque en el fondo, Ladrones: La tiara de Santa Águeda no busca cambiar el mundo ni cuestionar nada: solo quiere que le des play. Y si después te olvidás de lo que viste, mejor. Así podés volver a verla y pensar que es nueva.