
Todo empieza con la imagen de una adolescente desmayada en la playa, desorientada, vestida apenas con ropa interior y sin memoria. Un punto de partida que promete misterio, tensión, tal vez una metáfora sobre la fragilidad juvenil. Pero no. Así arranca Éramos mentirosos (We Were Liar, 2025), la nueva serie que adapta la novela de E. Lockhart, ese fenómeno editorial que muchos leyeron con fervor adolescente y que aquí se convierte en un desfile de dramas coreografiados con precisión… e insustancialidad.
La protagonista tiene 17 años y vive rodeada de lujos, playas privadas y parientes que hablan poco y sonríen mucho. Cada verano se repite el mismo ritual: reencuentros familiares, silencios estratégicos y vínculos que simulan armonía mientras esperan el próximo brindis. Todo muy aspiracional, muy de catálogo, muy “así no es la realidad pero dejame soñar”.
Entre atardeceres y casonas con nombre propio, la protagonista se reúne con tres adolescentes más. Se autodenominan Los Mentirosos, aunque bien podrían llamarse Los Redundantes. Comparten tardes lánguidas, conversaciones densas y dilemas que en cualquier otra clase social se resolverían en cinco minutos de terapia grupal. Pero no aquí. Aquí todo se alarga, se dramatiza, se estetiza. Hasta que algo pasa: un accidente, un apagón mental, un año borrado. Y el regreso, claro, con el trauma como souvenir.
Emily Alyn Lind interpreta a esta heroína post-traumática con el ceño fruncido y la cámara siempre en plano medio. Arrastra migrañas, flashazos confusos y una angustia que podría resolverse con un buen psicólogo, pero que la serie estira durante ocho episodios. La narrativa se apoya en flashbacks constantes, escenas repetidas y diálogos tan subrayados que uno espera que alguien diga: “Esto es una metáfora, por si no se entendió”.
El suspenso psicológico que se vende se disuelve rápidamente en una coreografía de escenas pulidas y emociones prefabricadas. Hay un giro efectista, sí. Uno de esos que debería dejarte sin aliento, pero que acá llega cuando ya estás demasiado ocupado mirando el reloj o viendo si Gat sigue con el mismo peinado.
La puesta visual apuesta fuerte por tonos blancos y pasteles, niebla y muchas puestas de sol. Pero todo luce tan calculado que ni siquiera el drama tiene arrugas. La serie podría haber cuestionado el poder, la culpa heredada o el clasismo dorado. En lugar de eso, elige repetir frases solemnes y conflictos estéticos. Los adultos —que desfilan entre reproches disfrazados de cortesía— aportan menos tensión que un capítulo de reality sin gala de eliminación.
Y entonces llega el final. Y con él, la emoción prometida. O algo que se le parece. Porque Éramos mentirosos quiere conmover, pero apenas raspa. Más que un clímax, ofrece una resaca emocional con estética de Instagram. Un cierre que pretende ser profundo, pero apenas salpica. Un drama sin alma, un thriller teen que habla mucho y dice poco, pero lo hace con muy buena luz.