
martes 24 de junio de 2025
La figura de un hombre que camina hacia un punto ya inexistente sostiene la estructura de Después, la niebla (2024), de Martín Sappia, protagonizada por Pablo Limarzi. No se trata de un regreso al pasado ni de una travesía convencional. La película se despliega como una experiencia sensorial en la que los elementos del entorno —tierra, humo, luz, sonido, vegetación— no solo delinean una atmósfera, sino que configuran una forma de pensamiento. Pensar en movimiento. Pensar lo desdibujado.
César, sereno en una fábrica de productos químicos, abandona su rutina tras recibir una carta. Su hermana le informa que vendió el terreno familiar. En ese lote de montaña fueron depositadas las cenizas de Elena. César camina hacia ese lugar como si el desplazamiento pudiera suturar aquello que el tiempo, la distancia y la renuncia personal han fracturado.
El paisaje no aparece como fondo, sino como dimensión anímica, geográfica y biográfica. El fuego arrasó lo que había. Los cercos privados clausuraron el tránsito por territorios que alguna vez fueron abiertos. Pero en ese avanzar se producen encuentros: con otros, con la botánica como vía de recuperación de un lenguaje extraviado, con la naturaleza como reflejo de un duelo que no encuentra palabras.
Desde lo estético, la película se apoya en la fotografía de Ezequiel Salinas, que evita el énfasis para desarrollar una lógica próxima a lo literario y lo contemplativo. La luz no ilustra: moldea, sugiere, define el estado interior del personaje. El sonido, a cargo de Atilio Sánchez, opta por el vacío frente al ruido. No todo necesita sonar. No todo debe ser dicho.
La película construye su dramaturgia desde la imagen y el silencio. El texto existe, pero se vuelve cuerpo, gesto, pausa. Es un cine que se organiza desde lo no dicho, donde el relato avanza sin necesidad de explicitar.
Sappia retoma la idea del “andar como práctica estética”, ya presente en su documental sobre Jorge Bonino. En Después, la niebla, ese principio se convierte en cartografía emocional. El cine no funciona como dispositivo de representación, sino como modo de pensamiento. Pensar con el cuerpo. Pensar con la imagen. Pensar en el extravío.
Al registrar ese caminar hacia lo irreconocible, Sappia habilita una lectura expandida: la que articula territorio, identidad y memoria. Lo que se borra del mapa no desaparece. Se transforma. Permanece suspendido, como la niebla que, finalmente, se posa.