
miércoles 02 de julio de 2025
Con una filmografía que ya consolidó una estética de la insinuación, del fuera de campo como tensión erótica y del cuerpo masculino como superficie política, Marco Berger vuelve con Perro perro (2025) a tensar los bordes de la representación, esta vez desde el absurdo. La película construye una fábula deliberadamente ilógica pero emocionalmente reconocible, donde un hombre encuentra en plena naturaleza a un perro… que no ladra ni camina en cuatro patas, sino que se comporta y se ve como un humano. El deseo, sin embargo, no entiende de taxonomías.
La historia de Juan (Germán Flood) y ese otro (Juan Ramos), al que decide cuidar, alimentar, bañar y amar, opera como un espejo distorsionado sobre los afectos, la necesidad de compañía y el poder que subyace en los vínculos. La advertencia de su novia («no te encariñes demasiado») instala la amenaza desde el inicio: el amor es una trampa. Pero también lo es la proyección, la imposición de sentido, la construcción del otro como objeto de deseo o necesidad.
Berger, que ya había abordado los vínculos masculinos con sensibilidad y tensión contenida en películas como Plan B, Ausente o Taekwondo, arriesga aquí una salida estética y temática hacia el terreno de lo fantástico. El cuerpo del perro, desnudo, obediente y entregado, se vuelve un nuevo territorio para explorar el deseo queer, no ya en su represión sino en su literalización: ¿qué pasa cuando las metáforas del afecto («es mi perro», «es mi mejor amigo», «me es fiel») se toman al pie de la letra?
La puesta en escena, minimalista y naturalista, no busca subrayar lo absurdo sino integrarlo. Como en las fábulas, hay una lógica interna que nunca se rompe donde lo que se cuenta parece irracional pero obedece a las reglas del mundo narrativo. Así, lo ridículo convive con lo emocional, y la risa incomoda porque señala algo más hondo: ¿qué nos hace humanos? ¿El lenguaje? ¿El consentimiento? ¿El género?
Perro perro puede leerse como una sátira sobre el deseo masculino y su necesidad de control; como una reflexión sobre la domesticación del otro —sea animal o pareja—; o como una comedia queer sobre los límites del amor. En cualquier caso, es también un gesto de libertad narrativa en la filmografía de Berger, que se permite dialogar con obras como Cactus Pears (2025) del indio Rohan Parashuram Kanawade o Le règne animal (2023) de Thomas Cailley, donde los cuerpos mutan, los afectos se confunden y las categorías identitarias se desdibujan.
Al final, Perro perro funciona como un experimento incómodo, provocador e inclasificable. No porque lo extraño domine, sino porque lo conocido se presenta desde una forma que lo vuelve irreconocible. Como si el amor fuera, en el fondo, un animal salvaje que algunos creen poder domesticar.