
Adultos (Adults, 2025) arranca como tantas otras ficciones que prometen retratar los tropiezos de la juventud contemporánea. Un grupo de amigos veinteañeros —aunque más de una vez parecen adolescentes disfrazados de grandes— intenta habitar esa etapa difusa y contradictoria llamada adultez, mientras conviven en una casa en el centro de una Nueva York.
Creada por Ben Kronengold y Rebecca Shaw, la serie se presenta como una comedia generacional que coquetea con la sátira, aunque nunca termina de decidir si su misión es incomodar, emocionar o simplemente hacer reír. Sus protagonistas, Samir, Billie, Paul, Issa y Anton, no solo comparten techo, sino también neurosis, frustraciones laborales y cenas llenas de silencios incómodos. En algún punto, incluso llegan a compartir el cepillo de dientes. La idea del “colectivo afectivo” aparece, pero siempre filtrada por el absurdo.
Desde los primeros episodios, Adultos deja en claro que su principal combustible es el diálogo: rápido, sarcástico, plagado de referencias millennial-zillennial y con una obsesión por el meta-comentario que roza lo autorreferencial. No se limitan a actuar como inútiles emocionales sino que también lo verbalizan. Una y otra vez. A cámara, a sí mismos o al vacío.
El problema es que detrás de esa verborragia estilizada no hay demasiada evolución. La madurez emocional de los personajes queda suspendida en una especie de limbo narrativo. El punto de inflexión que parece inminente en cada episodio termina desarmándose entre un chiste sobre Tinder y un ataque de llanto en la góndola de los bagels. Así, la promesa de crecimiento se convierte en una mecánica de repetición, y lo que debía ser retrato generacional se transforma en sketch extendido.
Más allá de sus titubeos, el mayor desafío de la serie tiene que ver con el contexto. Adultos no llega a una tierra baldía, sino a un territorio saturado. En un ecosistema audiovisual donde los veinteañeros desorientados ya tienen representantes de sobra, la originalidad dejó de ser un lujo estético para convertirse en un requisito de supervivencia. En este escenario, ofrecer “otra serie sobre amigos que no saben quiénes son” suena más a estrategia de algoritmo que a gesto autoral.
Sin embargo, algo la sostiene. Y es el elenco. Malik Elassal, Lucy Freyer, Jack Innanen, Amita Rao y Owen Thiele logran una química sostenida y ofrecen interpretaciones que, por momentos, hacen olvidar lo desdibujado del guion. Las participaciones especiales de Charlie Cox, Julia Fox, D’Arcy Carden y John Reynolds aportan un toque de oxígeno a una narrativa que, por momentos, amenaza con asfixiarse en su propio cinismo.
Ahora bien, Adultos parece tener la intención de decir algo más. Insinúa un subtexto, una mirada sobre la ética, la vulnerabilidad y el deseo de “ser buenas personas”. Pero nunca lo desarrolla. Lo que se percibe es una sucesión de buenas intenciones que se estrellan contra personajes que no terminan de comprender —ni construir— ese deseo. El resultado es una narrativa que juega a la profundidad sin animarse a bucear.
Adultos es una comedia atrapada en su propia paradoja. Quiere hablar del desconcierto de la juventud, pero se enreda en sus propios tics. Quiere ser generacional, pero no logra articular una voz. Quiere crecer, pero se queda dando vueltas en el mismo loop. Una videollamada grupal con mala conexión que, por momentos, tiene destellos de lucidez. Aunque quizás eso también sea parte de ser adulto hoy.